De cristales y brumas: Jorge Luis Borges y Baruj Spinoza

 

¿Soy yo esas cosas y las otras

o son llaves secretas y arduas álgebras

de lo que no sabremos nunca?

 

J.L.B., “Líneas que pude haber escrito y perdido hacia 1922”, 1969

 

María Gabriela Mizraje

 

 

Lazos

Las relaciones de Jorge Luis Borges (1899-1986) con la cultura judía, fundamentalmente a través de sus declaraciones programáticas y de sus propuestas poéticas y ficcionales, son de una envergadura tan importante como evidente, prueba de lo cual constan los variados abordajes sobre ese contacto, que realizaron estudiosos y artistas de diversas disciplinas.

El diálogo de Borges con el universo sefaradí puede focalizarse prioritariamente en los vínculos con sus contemporáneos, en particular Rafael Cansinos-Assens (1882-1964) y con una de las figuras del pasado que el escritor argentino elige con mayor fascinación, Baruj Spinoza (1632-1677).

Las resoluciones textuales de su unión con este último así como sus necesarias repercusiones extratextuales nos abren un universo deslumbrante.

Como es conocido, el vínculo inicial de Borges con el judaísmo se da a través de los libros sagrados en la casa de su infancia, el segundo viene de la mano del viaje a Europa (donde traba una antológica amistad con Maurice Abramowicz y con Simon Jichlinski) y, en su tiempo en España, penetra muy singularmente a través del mencionado escritor sevillano Cansinos-Assens y toda la cosmovisión sefaradí.

Otro impacto de los sefaradíes le llega mediante los místicos judíos y la cábala. Y aún hay otro ingreso que Borges hace por medio del Siglo de Oro, hilvanando entre grandes plumas castellanas la constelación de un acervo de incalculable riqueza. Allí, entre otros autores, habrá de recuperar a Fray Luis de León, traductor del Libro de Job, o tendrá ocasión de revisar a Francisco de Quevedo para ver su concepción de los ángeles del Antiguo Testamento.

A propósito de Rey de Reyes, Siervo de los Siervos y sobre todo Cantar de los Cantares, Borges rememora, en 1952, la siguiente explicación de Fray Luis: «Propiedad es de lengua hebrea —dice Fray Luis de León— doblar ansí unas mismas palabras, cuando quiere encarecer alguna cosa, o en bien o en mal. Ansí que decir Cantar de cantares es lo mismo que solemos decir en castellano Cantar entre cantares, hombre entre hombres, esto es, señalado y eminente entre todo y más excelente que muchos».[1]

Hermosa explicación, fidedigna desde el punto de vista lingüístico y profunda desde un punto de vista filosófico, la que trae el traductor cristiano de la mano de Borges también traductor. Lengua de doblar y vivencias de doblar y desdoblar las del pueblo hebreo. Nuestro escritor argentino corre tras la división idiomática para cruzar su propio desierto en lo que al hebreo se refiere.

Si todo judío es, casi por definición, un des-situado, los sefaradíes que Borges elige como más próximos, queridos y admirados, lo son en un sentido estricto. Spinoza en tanto paradigma de judío excomulgado (que llamativamente jamás regresa al seno de su comunidad) y Cansinos como judío adoptivo o descendiente de conversos. Ambos automarginados, atípicos, en cierto modo centrales a pesar de intentar no serlo —salvando las ostensibles diferencias entre uno y otro—, ejemplares.

Borges vuelve sobre ellos como a dos amigos literarios, de influencia capital sobre su pensamiento. Uno, real; el otro, no por lejano menos vívido para la percepción de nuestro autor.

Múltiples son las intervenciones de Borges sobre Baruj Spinoza a lo largo de su vida, y podría decirse que prácticamente lo probó en todos los géneros que supo practicar (conferencias, narrativa, ensayo, poesía, entrevistas). Entre ellos, la importante conferencia que da en 1967, en el Instituto de Intercambio Cultural Argentino Israelí [2], comenzando con la conocida afirmación de Bertrand Russell en su Historia de la filosofía occidental, donde reconoce que «de todos los grandes filósofos, el más querible es Baruj Spinoza», el mismo de quien Borges dirá: “Porque en Spinoza el amor, el sobrio, lacónico y pudoroso amor, no está lejos nunca” (p. 103).

Borges se propone reparar en el hombre, precisamente porque advierte que “esa filosofía tiene algo de inhumano, algo de divino, de inaccesiblemente inhumano […] hay —me parece— una suerte de discordia entre la santidad, o casi santidad de su vida, y su  doctrina, o mejor dicho el extraño modo que eligió para la exposición de su sistema filosófico” (p. 103).

Pocas páginas después afirmará: “Spinoza pensó mucho en su libro antes de escribirlo; no me refiero a aquellos tratados en los cuales él se anticipa a lo que se ha llamado “la alta crítica bíblica”, porque él niega la antigüedad de ciertos libros bíblicos, de los volúmenes que componen el Pentateuco, por ejemplo, sino a su Ética que es su obra principal” (p. 106).

Penetra en su obra y en su vida señalando el descubrimiento de la vulnerabilidad de las verdades matemáticas, la aridez combinada con la imaginación poderosa; la lógica, el sistema inicial y el método geométrico como expositivo; la sustancia cuya esencia comporta la existencia; la influencia de Descartes y acaso de la Cábala; la condena del temor tanto como de la esperanza; la determinación y el libre albedrío. Borges repasa estos y otros tópicos, hasta la famosa sentencia de Novalis: “Spinoza ist ein Gott-trunkener Mensch” (Spinoza es un hombre ebrio de Dios), que el escritor argentino reconoce por su belleza romántica pero que asegura que no se ajusta a Spinoza, no por lo tocante a Dios sino por lo discordante de la ebriedad,  la palabra “ebrio”, que no condice con la serenidad de aquel.

 

Una gravitación poderosa

Con el Borges juvenil, nace la hora judía que tanto va a conmoverlo entre paisajes urbanos donde, a pesar de las luces artificiales o el tránsito, sabe reconocer el cielo, hora a la que incluso le dará más de un verso, aun en poemas donde la cosmovisión o personajes judíos no sean centrales.

Así, por ejemplo, en Fervor de Buenos Aires, leemos “Calle desconocida”: “Penumbra de la paloma/ llamaron los hebreos a la iniciación de la tarde/ cuando la sombra no entorpece los pasos/ y la venida de la noche se advierte/ como una música esperada y antigua” […].

A pesar de que la afirmación es incorrecta (como él mismo se encargará de aclarar en nota final de la edición de sus Obras Completas, siguiendo los Escritos de Thomas De Quincey) y aunque de ese libro Borges suprime o modifica varios otros poemas, no elimina “Calle desconocida”. Sí la corrige pero curiosamente no en el punto de la “penumbra de la paloma” del atardecer; para estos versos sólo introduce una anotación, reconociendo así la fuerza de la imagen artística por encima de la corrección hebrea etimológica.

Con tal decisión, parece sentirse inclinado a aquello que en 1970 habrá de confesar en estos términos: “Yo hubiera querido estudiar hebreo. La verdad es que sentí que era un idioma sagrado, un idioma inviolable para mí […] Yo no he llegado a esa lengua fuera de algunas palabras, pero no es necesario, creo, saber esa lengua para sentir su gravitación, su poderosa gravitación”.[3]

Si la penumbra de la paloma no corresponde a la tarde sino al alba y en la tarde cabe, en cambio, la penumbra del cuervo, la música no deja de ser esperada y antigua y las casas seguirán estando en pie de igualdad con los candelabros, porque en esa “Calle desconocida” cualquiera, de su porteño fervor, también habrá latido más de una resonancia judaica.[4]

“Penumbra de la paloma/ llamaron los judíos a la iniciación de la tarde/ cuando la sombra aún no entorpece los pasos/ y la venida de la noche se advierte/ antes como advenimiento de música esperada/ que como enorme símbolo de nuestra primordial nadería.” Así era el texto en el libro original, de 1923. Como se ve, entre otras reescrituras para las reediciones, los judíos se convierten en hebreos, lo cual nos deja más cerca de la lengua. El poema cambia muchísimo a lo largo de las décadas pero la vibración inicial de la penumbra de la paloma se mantiene intacta, más allá de las verdades de las lenguas.

También, aunque sometida a pequeñas variantes, perdura una imagen que aproxima la luz del final.  “Que es toda casa un candelabro” (1923), “que toda casa es candelabro” (1943) o bien “que toda casa es un candelabro” (1969) propone el poema errático y la ciudad que el poeta nos permite imaginar (que no es otra más que Buenos Aires) se ilumina como en Januca.[5]

La penumbra es la misma que volverá, muchos años después, tanto en los poemas a Spinoza como incluso en la conferencia final que a éste le tributa. El primero de esos poemas forma parte de las producciones de su propia autoría que se atreve a elegir entre las que más le gustan, y es un texto que cruza el mundo velozmente.

La página original de los versos de “Spinoza” copiados con letra de su madre para la edición parisina de la revista L´Herne de 1964 (huelga aclarar que para esa época Borges ya estaba ciego) lleva un logo de la Biblioteca Nacional Argentina, es decir que doña Leonor Acevedo de Borges vuelca en forma manuscrita, en papel oficial con membrete, lo que su hijo le dicta mientras es Director de dicha institución[6]; el poema está datado al pie en noviembre de 1963.[7]

Si de sombras se trata, Spinoza es una tutelar para Borges. No parece casualidad, entonces, que la última conferencia que pronuncia sea una relativa a su filósofo más querido, dada en la Sociedad Hebraica Argentina el 1 de abril de 1985. Hablando de él se despide de la patria y casi de la vida.

Numerosos habían sido los textos, las charlas, las colaboraciones del autor de “La muerte y la brújula” con la SHA . Baste recordar, entre otros, su homenaje a los primeros 25 años de Davar (la revista de la sociedad), cumplidos en 1970. En dicha ocasión había explicado:

Es natural que nosotros los argentinos, cuya tradición tiene poco más de un siglo y medio, busquemos alimento en otras culturas. Y ojalá que lo busquemos en todas las culturas del mundo. Pero en el caso particular de la cultura hebrea, esa cultura que se conjuga con la argentina y la enriquece, hay un hecho que he señalado muchas veces y es la relación que podríamos llamar filial que existe entre las dos. Más allá de nuestras creencias o descreencias personales, los argentinos pertenecemos a la cultura occidental […] todos [somos] griegos y hebreos.

 

Para más adelante coronar diciendo: “si alguna virtud tenemos [los argentinos] es el hecho de que no nos interesa un solo lugar o una sola estirpe sino que nos interesa el universo y en el universo el lugar de Israel es algo que nadie puede negar; nadie puede negar el vasto y ubicuo lugar de Israel”.

Muchas definiciones vienen a converger en estas pocas palabras: el derecho a la existencia del Estado, la condición de la diáspora y una perspectiva que, independientemente de que se postula como intrínseca a la idiosincrasia argentina, es muy personal, muy borgeana y constituye, por lo tanto, más una propuesta que el relevamiento de una condición preexistente: “nos interesa el universo”.

De tal universo, sabemos que Borges tenía los tratados de Spinoza en múltiples idiomas, y que un año antes de su muerte declaró en aquella conferencia en la SHA que se había “pasado la vida explorando a Spinoza». Planeaba un libro sobre él que jamás llegó a escribir y ese proyecto permanente lo reforzó sin dudas en su rol de lector perpetuo de la obra del filósofo. Fue una búsqueda constante, sobre la cual reflexiona: «junté los materiales y luego descubrí que no podía explicar a otros lo que yo mismo no puedo explicarme».

Esa imposibilidad, para alguien de su maestría, confesión que no es falsa modestia, trasluce una fascinación sin tregua que conlleva el sentimiento de que no puede hacer mucho más que repetir o glosar al escritor al cual admira. Sin embargo, ahí están sus conferencias, artículos, cuentos y poemas a él dedicados. Asimismo, la mención permanente, aún cuando los temas a abordar estén bien distantes del judeo-holandés del siglo XVII, es prueba de un hecho: el de la asociación, el de estar previamente habitado por Spinoza, a punto tal que cosas en apariencia lejanas le permiten regresar a él.

Pues, si como gustaba afirmar Borges, cada palabra postula el universo, asuntos diversos, por cadena asociativa, podían hacerle rememorar o rendir tributo a ese autor de cabecera. Es lo que ocurre, por ejemplo, cuando se ocupa de mundos tan disímiles como el de H. G. Wells o del Emperador chino, como si tantas otras obras o sucesos le sirvieran también de pretexto para volver a Spinoza.

De tal modo, en «El primer Wells» (texto de 1946, posteriormente incluido en Otras inquisiciones de 1952)[8] , Borges cita a Spinoza y, más que contradecir, se pone en diálogo su concepto del amor con el incluido en el soneto de 1976.

«El escritor no debe invalidar con razones humanas la momentánea fe que exige de nosotros el arte. […] Desconfiamos de su inteligencia, como desconfiaríamos de la inteligencia de un Dios que mantuviera cielos e infiernos. Dios, ha escrito Spinoza (Ética, 5, 17), no aborrece a nadie y no quiere a nadie.»[9] Este Dios prescindente, spinoziano y borgeano, tendría poco que ver con la ira o con la inclinación favorable, con la elección de un pueblo o ciertos individuos más que otros y, en síntesis, con las oportunidades, los premios y los castigos, tal cual se nos presenta en la tradición bíblica.

En ese ensayo aparecen otras referencias notables en relación con el judaísmo: por un lado, apoyándose en H. G. Wells en tanto autor que reescribe el Libro de Job para nuestro tiempo, nos recuerda dicho libro como «esa gran imitación hebrea del diálogo platónico». Por otro, nos presenta la fórmula de Ahasverus (tomado solo en sentido positivo)[10] como patrimonio de la humanidad, por cuanto pertenece «a la memoria general de la especie» y que, junto a la de Teseo y otras obras inmortales, «se multiplicarán en su ámbito, más allá de los términos de la gloria de quien los escribió, más allá de la muerte del idioma en que fueron escritos» (p. 70).

Por su parte, en nuestro segundo ejemplo, el de «La muralla y los libros» (1950), texto incluido en Otras inquisiciones [11], Borges intenta explicar la historia del Emperador y la muralla china, diciendo: «Todas las cosas quieren persistir en su ser, ha escrito Baruj Spinoza; quizá el Emperador y sus magos creyeron que la inmortalidad es intrínseca y que la corrupción no puede entrar en un orbe cerrado».

Esta misma idea es la que retomará al cierre de su conferencia en el Instituto de Intercambio Cultural Argentino Israelí, ya mencionada. Afirma entonces: Spinoza “luego dijo que cada cosa quiere persistir en su ser: la piedra quiere ser siempre una piedra, el tigre quiere ser un tigre. Spinoza agrega el ejemplo de una piedra que cae desde un alto promontorio y dice que, si la piedra pudiera pensar en ese momento, pensaría: “estoy cayendo porque quiero” “ (p. 112).

 

Vita in lucem

En la mencionada conferencia en la SHA, de 1985, Borges expresa algunos conceptos e imágenes en los que vale la pena detenerse:

Spinoza llevó su voluntad, no diré de engendrar, sino de erigir a Dios, ese cristalino laberinto, hasta el fin.

Pero mientras él se dedicaba a ese propósito, estaba creando otra imagen. Esa otra imagen no es menos inmortal que la de Dios. Es la imagen que ha dejado en cada uno de nosotros. La imagen de su propia vida. Recuerdo la expresión latina vita umbratiles (‘vida en la sombra’). Es lo que buscó Spinoza y lo que no ha logrado ciertamente, ya que ahora, tantos siglos después, estamos aquí, en el extremo de un continente que él casi ignoró; estamos aquí, pensando en él, yo tratando de hablar de él, y todos extrañándolo. Y, curiosamente, queriéndolo.

 

Resulta sorprendente el discurso entrañable que Borges se permite en tal ocasión, posibilitando destacar no sólo el diálogo mano a mano con el filósofo, la admiración sincera, la amistad  que no conoce las fronteras del tiempo o el espacio, sino también mostrando la perplejidad de sus propias emociones.

Ello termina de probarse con algo que afirma luego: «Hoy pensamos en él como en un querido amigo que hemos perdido, que no hemos tenido la suerte de conocer».

La vida en la sombra, la que buscó Spinoza y no logró, dada su fama, es la que se cuela en medio de los sonetos a él dedicados, donde la sombra es penumbra, con ecos de Virgilio (más adelante los focalizaremos).

Observa en el primero (de 1963):

«Las traslúcidas manos del judío

labran en la penumbra los cristales

y la tarde que muere es miedo y frío.

(Las tardes a las tardes son iguales.)”

 

Y reza en el segundo (de 1976):

«Bruma de oro, el Occidente alumbra

la ventana. El asiduo manuscrito

aguarda, ya cargado de infinito.

Alguien construye a Dios en la penumbra.»

 

El engendramiento (para no hablar del infinito o el laberinto, tópicos transitados en exceso por la crítica) con el cual Borges a través de Spinoza le devuelve humanidad a Dios es, como las opciones estilísticas que lo acompañan, otro reflejo de su poesía en su ensayística.

La conferencia de la SHA glosa, en cierta forma, sus propios versos, de modo tan vívido como conmovedor, y acaso reinterpreta o cuando menos ajusta algún término, porque las licencias poéticas no son idénticas a las de la prosa del conferencista.

Así, «Alguien construye a Dios en la penumbra./ Un hombre engendra a Dios. Es un judío/ de tristes ojos y de piel cetrina» (versos del poema de 1976) halla un correlación en las siguientes palabras del ensayo: «Spinoza llevó su voluntad, no diré de engendrar, sino de erigir a Dios, ese cristalino laberinto, hasta el fin».

Prosigue el poema: «No importa. El hechicero insiste y labra/ a Dios con geometría delicada;/ desde su enfermedad, desde su nada,/ sigue erigiendo a Dios con la palabra».

Las variaciones entre engendrar y erigir (verbos muy prolijamente elegidos, con sus sonidos en común) son dignas de una escucha atenta. `Erigir´ es un duplicado culto del siglo de Spinoza (puesto que el verbo de base es `erguir´, pero además detrás pujan tanto la acción de dirigir o regir (regere) como el participio que nos permite recordar siempre al homo erectus. Al pie de la creación, sin Dios y acaso sin Darwin, o con ambos, Borges endereza sus palabras hacia el centro de la filosofía spinoziana para desde allí erigir un canto, a su manera, al espíritu que todo lo anima.

«Pero mientras él se dedicaba a ese propósito, estaba creando otra imagen. Esa otra imagen no es menos inmortal que la de Dios. Es la imagen que ha dejado en cada uno de nosotros. La imagen de su propia vida» —continúa el conferencista, mostrándonos mucho de la suya.

 

Otros reflejos de la memoria

 

La memoria de Shakespeare es un libro muy poco conocido de Borges, su segundo relato es «Tigres azules»[12], un cuento fantástico que apareció por primera vez en 1977. Su protagonista narrador afirma: «Soy profesor de lógica occidental y curioso de la oriental y consagro mis domingos a un seminario sobre la obra de Spinoza…”[13], lo cual constituye —mutatis mutandi— prácticamente una autodefinición ficcional.

Tras la presentación y la irrupción de lo inesperado, lo imprevisible e impredecible (unos discos de piedra recolectados al pie de una montaña), el personaje racionalista busca una suerte de conjuro mental: «Para no pensar en los discos, para poblar de algún modo el tiempo, repetí con lenta precisión, en voz alta, las ocho definiciones y los siete axiomas de la Ética. No sé si me auxiliaron. En tales exorcismos estaba cuando oí un golpe» (p. 662).

Frente al elemento fantástico, mágico, incontrolable (las piedras azules de la meseta), el narrador se refugia en la Ética spinoziana, en busca de un correlato entre el orden lógico y el real. La Ética desde su marco teórico le da un instrumento de contención del fenómeno, lo defiende, lo reubica. Es decir que viene a cumplir, aparte del placer intelectivo, con una función práctica, reordenadora de la subjetividad y la experiencia del protagonista. Pues este profesor pretende no perder el control sobre lo dado y enfrenta lo empírico incontrolable refugiándose en el filósofo del siglo XVII.  Estamos aquí de cara a cara a la dimensión de lo útil.

Hacia el final del cuento, el narrador vuelve a su sueño y nos dice: «En el fondo, en su esperada grieta, las piedras, que eran también Behemoth o Leviathan, los animales que significan en la Escritura que el Señor es irracional. Yo me despertaba temblando y ahí estaban las piedras en el cajón, listas a multiplicarse o reducirse» (p. 663).

La elipsis del verbo copulativo (“En el fondo, en su esperada grieta, las piedras”) es altamente significativa aquí, algo falta porque ya está, algo se da por entendido, lo que sobra. Nada menos que el predicado del ser o estar queda suspendido.

En el mismo año 1977 de este cuento, advertimos la otra faz del disco spinoziano. Leemos en el poema «G. A. Bürger»[14] de Historia de la noche:

[…]

«Sabía que el presente no es otra cosa

que una partícula fugaz del pasado

y que estamos hechos de olvido:

sabiduría tan inútil

como los corolarios de Spinoza

o las magias del miedo»

[…]

 

De tal concepto de inutilidad (en el sentido de que toda filosofía lo es, en tanto ajena al universo del pragmatismo) surge la cara complementaria de la visión de Borges sobre el magnífico holandés.

Nos llega la homofonía entre su propio apellido y el del poeta y traductor alemán del siglo XVIII, la cercanía que a él lo homologa, desde la etimología (ciudadano, habitante, burgués) hasta ese efecto aparentemente incomprensible que Gottfried August Bürger y sus cosas operan sobre él. «No acabo de entender/ por qué me afectan de este modo las cosas/ que le sucedieron a Bürger» comienza la confesión del poema, para concluir afirmando «Bürger está solo y ahora, precisamente ahora, lima unos versos».

Como con Walt Whitman y otros escritores de su admiración y cariño, Borges imprime su propia imagen sobre la de ellos, mezcla los tiempos, las letras, compagina las vidas y abre la identificación literaria y personal. Son superposiciones metafísicas.

De ahí que la hipótesis de Álvaro Abós (quien sostiene que Borges se considera —li-te-ral-men-te— a sí mismo una reencarnación de Spinoza)[15] resulte algo forzada, aunque muy atractiva. Es tentadora pero exacerba un paradigma psicoanalítico y un capricho asociativo, que sería, para el caso, paralelamente aplicable a la relación de Borges con otros autores.

Sin embargo, cabe volver a destacar que Spinoza ocupa un lugar paradigmático dentro de su cosmovisión. Y tanto es así que hasta cuando se refiere a su relación con Bürger y a su consiguiente identificación, como acabamos de advertir, Spinoza queda colocado en el medio.

Pero la novedad que trae en esta ocasión la mención de Spinoza es la del concepto de inutilidad. Si el máximo exponente del racionalismo guarda una «sabiduría inútil», todo acto de magia —como la literatura misma— resulta justificado. Y si son precisamente las ideas racionalistas, la búsqueda del cientificismo y de una nueva filosofía las que le valen al judío de Amsterdam la expulsión en 1656, Borges, fascinado con el bendito hereje, hará de lo intelectivo el centro de su universo literario. (De hecho, cuando se lo critica, a menudo se lo acusa de ser excesivamente intelectual.)

Pues, mientras resulta imposible explicar la relación entre Dios y mundo, la influencia que Spinoza recibe de los místicos judíos y de la cábala es otro motivo para sostener el acercamiento a los mismos por parte del escritor argentino.

Lo que Borges va tratando de expresar en los poemas, a la manera de Spinoza, es que el orden y la conexión de las ideas se corresponden con el orden y la conexión de las cosas.

Su soneto «Spinoza», incluido en El otro, el mismo (1964), había aparecido originariamente el año anterior en Davar y su otro soneto «Baruch Spinoza» forma parte de La moneda de hierro (1976).[16]

Aquí la transcripción:

Spinoza

 

Las traslúcidas manos del judío

labran en la penumbra los cristales

y la tarde que muere es miedo y frío.

(Las tardes a las tardes son iguales.)

 

Las manos y el espacio de jacinto

que palidece en el confín del Ghetto

casi no existen para el hombre quieto

que está soñando un claro laberinto.

 

No lo turba la fama, ese reflejo

de sueños en el sueño de otro espejo,

ni el temeroso amor de las doncellas.

 

Libre de la metáfora y del mito

labra un arduo cristal: el infinito

mapa de Aquel que es todas Sus estrellas.

 

Baruch Spinoza

 

Bruma de oro, el Occidente alumbra

la ventana. El asiduo manuscrito

aguarda, ya cargado de infinito.

Alguien construye a Dios en la penumbra.

Un hombre engendra a Dios. Es un judío

de tristes ojos y de piel cetrina;

lo lleva el tiempo como lleva el río

una hoja en el agua que declina.

No importa. El hechicero insiste y labra

a Dios con geometría delicada;

desde su enfermedad, desde su nada,

sigue erigiendo a Dios con la palabra.

El más pródigo amor le fue otorgado

el amor que no espera ser amado.

 

Con distancia de una década entre ambos, en el primero el poeta hace que el personaje de Spinoza labre un arduo cristal y en el segundo éste labra directamente la imagen de Dios. Los cristales de uno y la ventana del otro le permiten al poeta hacer vislumbrar a la divinidad, pero si en el soneto de la década del 60, el infinito es un mapa de dicho Ser con mayúsculas (es llamado Aquel en el último verso), en el segundo el infinito es aquello que se prende del manuscrito del filósofo.

Notable entonces resulta el hecho de que el infinito se presente asible en ambos casos sobre la representación material de lo que los humanos solemos traducir en papel (ya un mapa, ya un sistema filosófico legible). De manera complementaria, el mapa y el libro cifran la eternidad, la esencia divina y la condición humana, la inteligencia y el logro. El valor habita la atmósfera, ya por los cristales, ya por el oro, en uno y otro poema («Bruma de oro», comienza el segundo). Caras limaduras.

La palabra «judío” se introduce en ambos con una precisión esclarecedora, ésa que a un tiempo la toma en su mayor pureza y la resignifica, extrayéndola de las manos y bocas impuras de aquellos que pretenden mancharla en su sola expresión con el tono de sus insultos antisemitas. Así «Las traslúcidas manos del judío» que estremecen por su límpida belleza poética van a darse cita nada menos que con el hecho de que «Un hombre engendra a Dios. Es un judío».

No por casualidad, en ambos poemas, la palabra judío no es utilizada en su acepción adjetiva sino como un sustantivo cabal. (No se dice, por ejemplo, «manos judías», ni siquiera «un hombre judío».) Dios se erige con la palabra, el judío también, con pródigo amor, el del más esencial desinterés, el que ama sencillamente porque allí radica una razón del bien. Así el poeta ama a su filósofo, así Borges ama a su judío, y por extensión, a todo el pueblo de Israel.

Por Spinoza, Borges se remonta a Euclides, en cuyo sistema se basara el filósofo, y por Euclides se desprende la geometría. El orden de sus imágenes así como las metáforas a ella asociadas, nos enseñan hasta qué punto el universo es vasto y tan asequible como inalcanzable.

En «La cábala» de Siete noches, la geometría vuelve de la mano de Spinoza: «ocurre con la cábala lo que ocurre con la filosofía de Spinoza: el orden geométrico es posterior». Ethica ordine geometrico demonstrata (Ética demostrada según método geométrico).

Que Borges eligiese para ambos poemas dedicados a Spinoza la forma del soneto también nos remite al orden, a la esmerada geometría, a las correspondencias que aquí, en el universo poético, llegarán de la mano de las rimas, los acentos, los ritmos. Esta elección formal por partida doble se permite asimismo la variación: así como en el primero para el título basta con el apellido y en el segundo elige ponerle además el nombre, en el de 1964 los cuartetos y los tercetos se distinguen a simple vista mientras que en el de 1976 los versos van de corrido, sin espacio interestrófico.

Las aliteraciones del primer poema: «labran»/ «penumbra» hallan su eco en las aliteraciones del segundo: «bruma»/ «alumbra». La quietud en el primero encuentra en el segundo su paralelo en la ventana (que implica recogimiento o encierro).

En ambos, la penumbra es una clave, que otorga más luz —en medio de la precariedad circundante— al hecho de estar engendrando una filosofía sobre Dios (o engendrando a Dios mismo, si se prefiere), pacientemente. La perseverancia de Spinoza sobrevuela el espíritu de los textos de Borges a él dedicados, pues si quince años le lleva al filósofo escribir la Ética, publicada en 1677, Borges parece no tener dudas acerca de que la de su autor admirado es también una ética de la abnegación, en cuanto el dato biográfico confronta a la letra.

 

Entrelazados

El Instituto de Intercambio Cultural Argentino Israelí, sito en la calle Paraguay 1535, había sido creado en 1952. Abocado a preparar un número que recopilara las conferencias allí dictadas, ofrece en mayo de 1967[17] un volumen donde podemos encontrar a Borges tres veces (todos los demás autores que colaboran cuentan con un solo texto). Borges diserta en un mismo día, de manera doble, aunque brevemente en cada una, sobre El libro de Job y sobre Baruj Spinoza, como hemos señalado, y en otro momento sobre los Premios Nobel de Literatura del año 1966, la dupla conformada por Shmuel Joseph Agnon y Nelly Sachs.

Este último aporte se da en el marco de un acto por los laureados que se realiza el 12 de diciembre de 1966. Estamos a pocos meses de la Guerra de los Seis Días, que habría de desatarse en junio de 1967. El homenaje queda a cargo de varios oradores significativos, cuyas palabras aparecen transcriptas. Los otros son el embajador del país otorgante del premio —Suecia—, el embajador del país real y simbólico de los premiados —Israel— puesto que Agnon eligió Israel desde muy temprano (de hecho es el primer israelí en recibir un Nobel) y Sachs, exiliada en Estocolmo desde la Segunda Guerra Mundial, es una judía comprometida como él. El otro orador de aquella mesa celebratoria es el profesor Günther Ballin.

 

Seis Días y en el séptimo también escribió

Junto a la problemática Guerra de los Seis Días en 1967, surgen los poemas dedicados a Israel. Elogio de la sombra, libro de 1969,[18] nos traerá, en rigor, una trilogía territorial, cuando Israel ya lleva dos décadas con Estado y los límites en disputa han implicado desgraciadas batallas. Entre ellos, también retornará Spinoza.

El primero de esos poemas, a manera de dedicatoria o invocación, se titula «A Israel»[19], el segundo llanamente «Israel»[20], el último descriptiva e históricamente «Israel, 1969». La repetición sin dudas afirma un sentido. Por su parte, las variaciones son mínimas pero van delimitando distintos alcances. Del cántico que personifica al país épico: «A Israel»; de la simple y suficiente onomástica: «Israel»; y de la precisión que data en espacio y tiempo un hito contemporáneo: «Israel, 1969».

En el inicial, por lo tanto, el poeta se dirige directamente al país como una entidad concreta y dialogante. De ahí que empiece con una pregunta: «¿Quién me dirá si estás en el perdido/ Laberinto de ríos seculares/ De mi sangre, Israel?» Pregunta genealógica que más de una vez le salió al paso y frente a la cual elaboró más de una respuesta de pertenencia simbólica, como su amigo Rafael Cansinos-Assens, en momentos en que la judeofobia asolaba. El poeta interpela a Israel, se planta frente a él y lo trata de tú, en segunda persona.

En el poema siguiente, colocado dentro de las Obras justo detrás del anterior, ya no es la primera persona —el yo poético— el que gravita sino un hombre que representa a la humanidad toda, un hombre definido y simultáneamente abstracto, específico cada vez pero universal, un hombre que ya es preso, ya profeta, ya Spinoza o Baal Shem, ya «un hombre lapidado, incendiado/ y ahogado en cámaras letales». En el rápido repaso panorámico por la historia del pueblo judío, ese hombre, además, «es el Libro».

Pero lo más significativo, llegados a este punto que nos convoca, es destacar los únicos dos nombres históricos, reales, que el poema trae, donde Spinoza y Baal Shem Tov vienen a ser una suerte de sinécdoque y asimismo a ocupar el lugar de judíos por antonomasia, un expulsado y un rabino, dos fundadores, en dos polos de corrientes de pensamiento judío, con el poderoso detalle del par de versos que los precede, haciéndolos resaltar aún más: “un rostro condenado a ser una máscara,/ un hombre que a pesar de los hombres/ es Spinoza y el Baal Shem y los cabalistas”. Ellos son, a pesar de los otros; Spinoza genera esa torsión, ese triunfo. Se sostiene, como un eje, sobre sí mismo y así abre un mundo.

 

Spinoza y un libro de advenimiento

En un juego de cajas o de espejos, leemos una autorreferencia como cierre: “En lo que se refiere a la metafísica, bástenos recordar cierta Clave de Baruj Spinoza, 1975”. Esto es lo que Borges asegura en la ficha biográfica, lúdica y prospectiva que escribe como “Epílogo” de sus propias Obras Completas en 1974, jugando con el modo en que él ha de ser visto con el transcurso de las décadas y los siglos. Es decir que estamos frente a una ficción biográfica y bibliográfica acerca del autor Jorge Luis Borges, un texto conjeturado acerca de sí mismo y de cómo podría o debería ser recordado en el futuro. Por lo tanto, la cierta clave es incierta, porque de hecho no existe.

Al fechar así el supuesto libro sobre Spinoza, lo coloca fuera de las obras presentes, el ensayo cae dentro de la obra inédita sencillamente porque es ese borrador perpetuo.

Esas Obras se publican en 1974 y la referencia coloca la Clave de Baruch Spinoza inmediatamente después. El detalle lúdico de datación sitúa muy bien el lugar de la obra precisamente como aquello que ya va a acontecer, su libro sobre Spinoza es lo que siempre está por venir (se parece al Mashiaj).

Se trata del libro que nunca escribió pero que acaso más deseó, planificó y esperó, aun a sabiendas de que no llegaría a aparecer jamás. Por ello, dicha “clave” es preciso rastrearla en toda su obra.

Su estudio sobre Spinoza es un texto cifrado, un libro fragmentado, diaspórico, excomulgado de su propia completud. Uno que siempre está por llegar pero que nunca termina de hacerlo, sencillamente porque ya está allí, habitando transversal o frontalmente en el resto de su obra. Un libro de advenimiento.

Spinoza es una clave de su existencia y del modo en que Borges piensa la filosofía, la literatura, la vida, la naturaleza, el arte o lo divino. Por eso es una cifra, porque es capaz de condensar lo más hondo de su pensamiento y de su sentimiento.

 

Occidente alumbrado

Junto a ese libro potencial, por un lado, y, por otro, junto a los escritos indelebles sobre judaísmo y los acercamientos sefaradíes (con los que se puede compilar más de un libro) que sí nos dejó, transcurren más de 60 años.

Del deseoso descubrimiento juvenil de su remota —y tan dudosa como entrañable— genealogía judía de portugueses conversos, jamás comprobada, a la presencia de ese pensador expulsado que lo acompaña hasta en sus días postreros y determina tanto de la filosofía gravitante detrás de la literatura de Borges, el periplo ha sido largo.

El escritor que saldrá con valor a encarar la campaña antisemita de 1932 y en 1934 escribirá “Yo, judío” como consigna ideológico-política y no como confesión, y el que más tarde nos dará El Aleph (1949) es el mismo que de manera constante sabrá rendir tributo a uno de los judíos más grandes de todos los tiempos y que, gracias a su figura, llegará a esculpir algunos de los poemas más hermosos de toda su obra y, segura o excepcionalmente, también de los más bellos que haya recibido Spinoza.

En 1979, lo convocan para que responda el Cuestionario Proust [21]. Una pregunta fundamental de ese famoso cuestionario de la época victoriana es la siguiente: “En la historia, ¿cuál es su personaje favorito?” Elegir uno puede parecer empresa difícil para alguien de mundos tan vastos. Sin embargo, la contestación no ofrece titubeos, es clara y magnífica no solo por la elección sino por la voluntad de discernir historia de política en sentido lato, o de acción dentro del perímetro del pragmatismo, y de remarcar el “pensamiento abstracto” como alternativa. Y es preciso unirla al lugar prioritario que le otorga a la ética, junto a la inteligencia, dentro del mismo cuestionario.[22]

La respuesta no se hace esperar. Su personaje favorito de la historia de la humanidad es “Spinoza, que vivió entregado al pensamiento abstracto”.

Detrás de aquella bruma de oro de las palabras, el nombre retorna muy concreto. Spinoza es a Borges un hilo, ya explícito, ya susurrante, a lo largo de su obra, una razón que justifica la historia, una lumbrera del Occidente, una medida del universo.[23]

[1] «De Alguien a Nadie», en Otras inquisiciones, 1952. Obras Completas, II, p. 103. Existen diferentes publicaciones de Obras Completas de Borges. En esta nota nos referimos a la edición crítica, anotada por R. Costa Picazo e Irma Zángara, Obras Completas, tres volúmenes: I (1923-1949), II (1952-1972), III (1975-1985), Buenos Aires, Emecé, 2009, 2010, 2011, respectivamente.

 

[2] Véase la publicación de dicho Instituto, Conferencias, Buenos Aires, Talleres El Gráfico/ Impresores, 1967, pp. 103-112.

 

[3] J. L. Borges, discurso con motivo de “Los primeros 25 años de Davar”, Davar, nº 125, primavera de 1974. (Texto del homenaje realizado en la SHA, el 5/9/1970 y reproducido en Textos recobrados 1956-1986, Buenos Aires, Emecé, 2003, p. 289.)

 

[4] La primera nota final de las Obras Completas aclara: “Calle desconocida. Es inexacta la noticia de los primeros versos. De Quincey (Writings, tercer volumen, página 293) anota que, según la nomenclatura judía, la penumbra del alba tiene el nombre de penumbra de la paloma; la del atardecer, la del cuervo” (Obras Completas. 1923-1972, Buenos Aires, Emecé, 1974, p. 52).

 

[5] Para una reposición más completa del contexto y para que pueda advertirse hasta qué punto proceden las reescrituras, transcribimos distintas versiones del final al cual estamos aludiendo. En 1923 cierra del modo siguiente: “Íntimo y entrañable/ era el milagro de la calle clara/ y solo después/ entendí que aquel lugar era extraño,/ que es toda casa un candelabro/ donde arden con aislada llama las vidas,/ que todo inmediato paso nuestro/ camina sobre Gólgotas ajenos”. En 1943 así: “Íntimo y entrañable/ era el milagro de la calle clara/ y sólo después/ entendí que aquel lugar era extraño,/ que toda casa es candelabro/ donde arden con aislada llama las vidas,/ que todo inmediato paso nuestro/ camina sobre Gólgotas ajenos”. Y en 1969 (cuando incorporara la nota sobre la etimología hebrea) así: “Sólo después reflexioné/ que aquella calle de la tarde era ajena,/ que toda casa es un candelabro/ donde las vidas de los hombres arden/ como velas aisladas,/ que todo inmediato paso nuestro/ camina sobre Gólgotas”.

 

[6] Borges dirige la Biblioteca Nacional argentina entre 1955 y 1973.

 

[7]  En la breve recopilación que complementa el número anterior de L´Herne, donde está incluido “Spinoza”, aparece otro texto que nos interesa muy especialmente para la perspectiva en cuestión, es “Défense de la Cabale”. Véase L´Herne, Paris, 1964, páginas 61-100, dedicadas a Borges.

 

[8] «El primer Wells» aparece originariamente en Los Anales de Buenos Aires, I, 9, septiembre 1946.

 

[9] Obras Completas, II, p. 70. Edición crítica, en tres volúmenes, ya citada (Obras Completas, II (1952-1972), Buenos Aires, Emecé, 2010). El breve artículo “El primer Wells” se extiende de p. 69 a p. 70.

 

[10]  Es decir, que no toma la nota antisemita de la leyenda sino el portento de su creación, universalmente válida.

 

[11] «La muralla y los libros» (1950), en Otras inquisiciones, 1952. Aparecido originalmente en La Nación, 22/10/1950. Incorporado a la edición de Sur, de 1952 y luego de Emecé, 1960. La presente cita corresponde a Obras Completas, 1923-1972, Buenos Aires, Emecé, 1974, p. 634.

[12] «Tigres azules» fue el segundo de los cuentos que formaron Rosa y azul (Barcelona, Sedmay, 1977). El primero había sido «La rosa de Paracelso», también incluido en Veinticinco Agosto 1983 y otros cuentos (Madrid, Siruela, 1983), libro retitulado como La memoria de Shakespeare, a partir de su inclusión en el tercer volumen —póstumo— de las Obras Completas publicadas por Emecé en 1989.  Cfr. Obras Completas, III, pp. 659-665. Edición crítica, en tres volúmenes, ya citada (Obras Completas, III (1975-1985), Buenos Aires, Emecé, 2011).

[13] Obras Completas, III, p. 659. Edición crítica, en tres volúmenes, ya citada (Obras Completas, III (1975-1985), Buenos Aires, Emecé, 2011).

 

[14] Este poema fue publicado originariamente en La Nación el 3/7/1977. O.C., obra cit., III, p. 302.

 

[15] Véase el artículo de Álvaro Abós, «Hola Spinoza, soy Borges», en http://www.nexos.com.mx/internos/saladelectura/borges8.asp

 

[16] “Spinoza”, en El otro, el mismo, 1964 (Obras Completas. 1923-1972, Buenos Aires, Emecé, 1974, p. 930), y previamente en Davar, enero-febrero-marzo de 1963. Y “Baruch Spinoza”, en La moneda de hierro, 1976 (Obras completas. 1975-1985, Buenos Aires, Emecé, 1989, p. 151).

 

[17] Edición única de dicha obra, ya citada: Instituto de Intercambio Cultural Argentino Israelí, Conferencias, Buenos Aires, Talleres El Gráfico/ Impresores, 1967. Conferencia “Baruj Spinoza”, pp. 103-112; conferencia dedicada al Libro de Job, pp. 93-102, y palabras sobre los autores premiados, pp. 205-209 .

 

[18] Jorge Luis Borges, Elogio de la sombra, Buenos Aires, Emecé, 1969. En la edición de las Obras Completas de 1974, op. cit., los tres poemas aparecen en las siguientes páginas: 996, 997 y 1006, respectivamente.

 

[19] El poema aparece por primera vez en Davar, nº 112, 1967.

 

[20] Por su parte, éste también apareció por primera vez en Davar, nº 114, 1967. Borges dijo haber escrito el primero al inicio de la batalla y el segundo, a su finalización.

 

[21] Cfr. J. L. Borges, Textos recobrados 1956-1986, Buenos Aires, Emecé, 1979, pp. 344-348. Respuesta a pregunta 6 del cuestionario, p. 345.

 

[22] Como respuesta a la pregunta 13, que plantea: “En los demás, ¿cuál es la virtud que prefiere?”, Borges dice: “Dos: el hábito de la inteligencia y el hábito de la ética”, p. 345.

[23] Algunos de los temas que aquí se esbozan, los desarrollé extensivamente en otras ocasiones. Pueden verse, entre otros:

– Mizraje, M. G., “Labra un arduo cristal. Borges y los sefaradíes”, en Sefárdica, nº 20, agosto 2011. Cherro de Azar, María, comp., Sefarad, huellas de un exilio (Actas del IV Simposio Internacional de Estudios Sefardíes – CIDICSEF y Univ. Maimónides), Buenos Aires, 2012, pp. 290-303.

– Mizraje, M. G., “Una medida del universo. Borges y el judaísmo”, en Pensamiento de los Confines, nº 28/29, primavera 2011 – invierno 2012, pp. 188-200.

– Mizraje, M. G., “Borges, escritos tempranos y pasiones sefaradíes”, en Sefárdica, nº 21. Cherro de Azar, María, comp., Estudios sefardíes (Actas del V Simposio Internacional de Estudios Sefardíes – CIDICSEF y Univ. Maimónides), Buenos Aires, 2014, pp. 15-41.