Mario Ablin
Publicado en el periódico «Nueva Sión», 10.1.1993
A casi 25 años de su redacción este lúcido análisis y los interrogantes que plantea no pierden actualidad.
En un reciente ensayo, el destacado intelectual israelí Aluf Har Even destacó la paradójica situación contemporánea en la cual se comienza a gestar un «nuevo orden global» destinado a la creciente integración de naciones en una comunidad internacional orientada hacia la solución concertada y pacífica de conflictos, frente al caos y violencia que caracteriza a numerosos estados en sus respectivos asuntos internos.
La realidad internacional actual brinda numerosos ejemplos de sociedades profundamente divididas –situación que caracteriza a países desarrollados y subdesarrollados por igual–.Es así que en la próspera sociedad de EE.UU. existen tremendas tensiones raciales y culturales, Inglaterra con su enorme poderío militar no ha logrado acallar el enfrentamiento violento entre protestantes y católicos en Irlanda, el desmembramiento de Yugoslavia ha reactualizado el conflicto étnico de serbios, bosnios y croatas, en el Sudán combate el norte árabe y musulmán contra el sur cristiano.
Sería posible extender esta lista de conflictos internos a decenas de países a lo largo y ancho del globo. Sin embargo, no todas las naciones viven en situación de convulsión interna, las hay también pacíficas y estables, sociedades que mantienen una aceptable cohesión interna a pesar que conviven en su seno grupos culturales y étnicos diversos. En Suiza coexisten pacíficamente cuatro grupos étnicos, en Finlandia convive la minoría sueca con la población mayoritaria sin problemas, en Holanda católicos y protestantes viven unos junto a otros sin conflicto, en Singapur chinos y malayos se toleran mutuamente, en Australia se ha gestado una sociedad multiétnica equilibrada.
El ensayista Aluf Har Even plantea el interrogante acerca de la naturaleza del factor social o cultural que permite a ciertas sociedades de composición heterogénea funcionar en forma satisfactoria guardando un aceptable grado de cohesión mientras que otras socieades de características similares se ven aquejadas por una profunda fragmentación social y cultural que las lleva a la disgregación y la violencia. La respuesta de Har Even es contundente: el factor determinante está dado por la existencia (o inexistencia) de una «cultura civil compartida» en la respectiva sociedad nacional.
Aclarar la terminología
El concepto «cultura civil compartida» tiene un significado específico que no debe ser confundido con términos aparentemente afines destinados a describir un contexto cultural de una determinada sociedad, como lo son las expresiones «cultura nacional», «cultura de clase», «cultura tribal», «cultura étnica» o «cultura religiosa». La palabra «cultura» –en la expresión «cultura civil compartida»– apunta a la existencia en una cierta colectividad de una forma de comportamiento social caracterizada por sus propios medios de expresión. El componente «civil» expresa la centralidad del ser humano en tanto ciudadano, en la cultura colectiva. El atributo «compartida» sugiere que todos los ciudadanos de un país participan de una cultura civil.
Una «cultura nacional» se basa en un idioma común, un territorio, una historia nacional y una manera de ser compartida por los miembros de una nación.
Una «cultura de clases» caracteriza a cierto estamento de la nación y que se diferencia de otros por determinados atributos sociales o económicos que lo distinguen del resto de la población.
La «cultura tribal, étnica y religiosa» es la que caracteriza a determinada tribu, grupo étnico o confesión religiosa y se confunde muchas veces con la cultura local de un cierto grupo de referencia.
La «cultura civil compartida» no está destinada –al decir de Aluf Har Even– a sustituir a una determinada cultura nacional o local, sino que su objetivo es llegar a constituir una trama social compartida para los diversos grupos culturales que conviven en un mismo Estado. Aspira a consolidar un grupo de pertenencia que sea capaz de reunir en su seno a población que no comparte la misma tradición cultural, idioma, usos, creencias y costumbres.
La consolidación de una «cultura civil compartida» en una sociedad dada requiere la confluencia de varios elementos: el respeto por los derechos humanos, igualdad de los ciudadanos ante la ley, pluralismo cultural y bienestar económico de la población.
¿Quo vadis, Israel?
La sociedad israelí es considerada por lo general una sociedad moderna, democrática y progresista. La imagen externa que proyecta nuestro país es el de una sociedad dinámica, dotada de industrias de alta tecnología, abierta al mundo a través de un activo intercambio comercial, turístico y cultural. Aparentemente, Israel estaría destinada a convertirse en el medio natural para la consolidación de una cultura civil compartida que permita el desarrollo de una sociedad pluralista, igualitaria y tolerante.
Sin embargo, la realidad israelí no se ajusta enteramente a esas expectativas, destacándose nuestra sociedad por una marcada fragmentación cultural. Religiosos y laicos, judíos y árabes, ashkenazim y sefaradim, ricos y pobres, nativos e inmigrantes, ésas son algunas de las grietas que amenazan a la cohesión social.
Más allá de la tensión dialéctica entre esos opuestos sociales y culturales, es oportuno también preguntarnos hasta qué punto la sociedad israelí actual es realmente receptiva respecto a aquellos principios y valores que sustentan una «cultura civil compartida»: respeto por los derechos humanos, igualdad de los ciudadanos ante la ley y pluralismo cultural.
Pluralismo cultural
La «mimuna» –reunión folklórica anual de los judíos procedentes de Marruecos– es presentada a menudo como expresión del pluralismo cultural israelí, el cual permite la conviviencia de diversas tradiciones étniconacionales en el marco de una sociedad plurifacética. Es así que las «edot» –o colectividades inmigratorias– constituyen en Israel verdaderos marcos de referencia para la identidad colectiva de importantes subgrupos de la población.
Este fenómeno puede llegar a ser entendido, en una primera aproximación, como paradigma de una sociedad plural, en la cual una diversidad de tradiciones étnicas y culturales coexisten junto a la cultura dominante representada por la cultura civil compartida de la nación como totalidad.
En el caso israelí, la multiplicación de «edot» o grupos étnico-culturales no necesariamente conlleva en sí el pluralismo cultural, ya que muchas veces las respectivas tradiciones grupales, se asumen como subculturas particularistas cuyo centro de referencia no pasa por una cultura nacional común sino por la perpetuación de identidades étnicoculturales fragmentarias.
En ese sentido, es oportuno traer a colación la opinión del Profesor Michael Aboutbul –docente de Historia de la Inmigración Judía Nord-Africana en la Universidad de Tel Aviv– quien califica a los fenómenos populares tipo «mimuna» como expresiones de etnicismo gregario opuestas al ethos sionista. Según Aboutbul, el sionismo tendió a crear una sociedad con valores nuevos. Se ha tenido éxito en crear una nueva nación pero aún permanecen en ella los valores galúticos.
La «mimuna» es una expresión más del espíritu galútico de la sociedad israelí. El Profesor Aboutbul ve en fenómenos del tipo «mimuna», el culto al Baba Sali, el Rabino Shaj y similares, un retroceso notable respecto al ideal sionista que aspira a crear una sociedad pionera sustentada en valores universales.
En lugar de ese ideal, lo que se está generando es una colección de subculturas, en la cual cada una de las «edot» trae consigo su propio modelo de judaísmo.
Baruj Kimmerling –profesor de Sociología Política– destaca el creciente particularismo que afecta a la sociedad israelí en desmedro de los componentes universalistas. Desde su punto de vista, en el Israel moderno se hizo un intento frustrado de pasar de los componentes religiosos a los nacionales (sionismo) y de los sectoriales a los universales. Hasta 1967 se intentó asignar a la nacionalidad un alcance universal y se trató de afirmar la estructura social en el concepto de ciudadanía igualitaria y no en criterios de pertenencia cuasi-familiares, religiosos o étnico-nacionales. En teoría era posible ser israelí –en igualdad de condiciones– sin ser judío. Hoy en día la tendencia se revirtió.
Según Kimmerling se han fortalecido en la sociedad israelí corrientes de pensamiento nacionalista, etnocéntrico y chauvinista, legitimadoras de un tribalismo romántico. Kimmerling propicia retomar una orientación liberal de la nacionalidad –al estilo de Jan Masaryk– en la cual los seres humanos sean todos parte de una cultura universal sin abdicar por ello de sus respectivas identidades nacionales.
Derechos humanos
El régimen democrático es considerado internacionalmente uno de los atributos salientes del sistema político israelí. La subsistencia del estado de derecho en un país asediado por enemigos, que ha atravesado sucesivas guerras, constituye sin duda un caso excepcional en la realidad internacional contemporánea.
A pesar de ello, la plenitud del régimen democrático en Israel aún no es total. En la opinión del jurista y publicista Moshe Negbi, la carencia de garantías legales estatutorias respecto a la defensa de los derechos humanos constituye una sombra amenazadora para la continuidad democrática del país.
El sistema político israelí se basa en la voluntad de la mayoría, pero no existen mecanismos legales que aseguren el derecho de la minoría. Basada en la «regla mayoritaria», la Kneset puede legislar por mayoría de votos cualquier legislación que desee y su voluntad obligará en consecuencia al poder judicial en la aplicación de la ley.
En la práctica, la protección de los derechos humanos existe en Israel no como un imperativo legal, sino como consecuencia de la aproximación «activista» de la Corte Suprema en la interpretación jurisprudencial.
Esta situación anómala –originada por la carencia en Israel de una constitución nacional formalmente promulgada– sustenta la afirmación de la exmagistrado de la Corte Suprema Miriam Ben Porat en el sentido que «la inexistencia de una constitución que permita anular esa legislación (que contradice derechos esenciales del ser humano) no deja otra opción a los tribunales de justicia que ajustarse a la letra de la ley, aún si esa ley infringe principios fundamentales para el régimen democrático».
Las consecuencias potencialmente peligrosas de esa situación para el sistema institucional israelí llevó en los últimos años a la formación de un «lobby» en pro de la promulgación de una constitución nacional en Israel, encabezado por un distinguido grupo de juristas y docentes de la Universidad de Tel Aviv.
Esa iniciativa pública ha tenido eco en el Parlamento y hacia fines del período de la 12a. Knesset se promulgó la «Ley Fundamental: derechos humanos» que asegura la protección legal a derechos inherentes del ser humano como ser el derecho a la vida, a la integridad física, a la propiedad, al honor personal, al libre tránsito, a la privacidad y al trabajo.
En la práctica, la ley citada aún no ha logrado entrar en vigencia debido a la enconada resistencia de los sectores religiosos a varios principios básicos que completan la declaración de garantías –entre otros, el derecho de los ciudadanos a igualdad ante la ley, la libertad de creencia y de culto, la libertad de expresión y la libertad de asociación–.
La oposición de los sectores religiosos se sustenta en la reticencia de los mismos a conferir «status constitucional» a principios igualitarios y universales que pudieran llegar a afectar la concepción ideológica particularista y segregadora de dichos sectores o que eventualmente llegaran a comprometer el monopolio ortodoxo frente a las corrientes liberales del judaísmo.
La problemática relativa a la defensa de los derechos humanos en Israel se agudiza si ampliamos el marco de referencia más allá de las fronteras de la soberanía israelí, hacia los territorios administrados en la franja occidental del Jordán.
La «intifada» ha reactualizado en Israel el debate público acerca de los alcances legales y morales del uso de la fuerza para controlar la insurrección palestina. Si bien este aspecto del problema va más allá del marco de este ensayo –el tema exige un análisis exhaustivo y específico– es indudable que el tema de la violación de los derechos humanos en ciertos casos por miembros de las fuerzas de seguridad o por la violencia interna entre palestinos, constituyen expresiones dolorosas de un problema aún no resuelto.
Igualdad ante la ley
La igualdad de los ciudadanos ante la ley es uno de los principios básicos de todo sistema democrático. La Declaración de la Independencia de Israel consagra ese principio, garantizando a todos los habitantes del país igualdad de derechos sin distinción de credo, raza u origen nacional. Lamentablemente, a pesar de las buenas intenciones de los «Padres de la Patria», la dinámica social israelí no ha consagrado en la práctica el principio igualitario, reconociéndose numerosas «excepciones».
Ciertos críticos sociales atribuyen la responsabilidad por la defectuosa aplicación del principio de la igualdad legal a los propios tribunales de justicia, cuyos magistrados son crecientemente influídos por la opinión pública en relación a sus fallos.
En ese sentido, el historiador Igal Eilam considera que el Poder Judicial en una sociedad como la israelí –sin tradición jurídica y constitucional prolongada, sin constitución nacional, sin clara diferenciación entre el área jurisdiccional civil respecto al área jurisdiccional religiosa y con una constante indecisión entre una visión civil e igualitaria del Estado frente a otra concepción judía y particular del Estado– será necesariamente un Poder Judicial dependiente de la opinión pública.
Esa opinión pública refleja una forma de sociedad judía muy cohesionada, con signos casi tribales, firmemente comprometida con la ideología sionista. Esos atributos sociales conforman en apreciable medida los límites para la discrecionalidad judicial. Es así que el aparato judicial se debate continuamente entre la adhesión a los principios universales de derecho –sustentados en la llamada «justicia natural»– y la adhesión a los valores nacionales particulares.
El publicista Boaz Evrón es aún más radical en su crítica al orden jurídico al que califica de «discriminatorio» a ultranza. Desde ese punto de vista, la desigualdad ante la ley comienza ya a nivel de cierta legislación cuyas normas distinguen entre judíos y no judíos, aunque la terminología legal resulta muchas veces neutral. Entre otros ejemplos cita Evrón las leyes que distinguen –en cuanto a los derechos que asignan– entre ciudadanos que han cumplido el servicio militar y quienes no lo han hecho, las leyes que reglan la propiedad «abandonada» por los pobladores árabes en 1948 y la legislación que permite a la Agencia Judía prestar servicios de naturaleza pública sólo a la población judía. Para Evrón, la discriminación no se limita al plano legislativo, sino que se proyecta también a la aplicación diferencial de la ley por los tribunales de justicia, según sea el origen nacional de quienes son juzgados.
La patria soñada
La lucha por la defensa de los derechos humanos, la promulgación de una constitución nacional que proclama los derechos y garantías del ciudadano, el afianzamiento del pluralismo en el marco de una cultura nacional integradora, esos son algunos de los desafíos que enfrenta la sociedad israelí actual. El camino hacia la constitución de un Estado nacional moderno e igualitario requiere la afirmación de principios universales de equidad, igualdad de los ciudadanos ante la ley, respeto por la persona y tolerancia hacia ideas y creencias ajenas, todo ello sustentado en una actitud de convivencia y participación de todos los habitantes del país en un quehacer colectivo. Estos ideales son los que inspiraron al liderazgo sionista que impulsó la creación del Estado, esos principios son los que han marcado al sionismo como el movimiento de liberación nacional del pueblo judío.
Sin embargo, desde entonces y hasta nuestros días se ha venido sucediendo en la sociedad israelí un doloroso retroceso en muchas de esas aspiraciones. Se han fortalecido sectores de opinión que propugnan un modelo etnocéntrico, chauvinista y segregador de las minorías, se han afirmado sectores religiosos fundamentalistas que tienden a discriminar entre los judíos mismos descalificando a toda corriente de opinión no ortodoxa, se han legitimado ideas de intolerancia, aislacionismo y rechazo hacia lo «ajeno».
Frente a esos grupos xenófobos e intolerantes se alza un amplio sector de la población que no está dispuesto a abdicar de los ideales judíos y sionistas de democracia, pluralismo, igualdad y respeto por el ser humano, cualquiera sean sus creencias y origen.
Más allá de los ocasionales resultados electorales, las cambiantes alianzas y coaliciones políticas, los compromisos coyunturales o las declaraciones interesadas a la prensa, los términos del conflicto ideológico en la sociedad israelí siguen inalterados.
Un Estado de Israel progresista, democrático, pacífico, igualitario, pluralista y tolerante o un Estado de Israel estamental, fundamentalista, agresivo, segregacionista y tribal.
El futuro es incierto y encierra dentro de sí un dilema aún no resuelto. Las futuras generaciones deberán optar entre alternativas de enorme significación para el destino nacional. La opción entre una cultura nacional integradora o la guetoización de la cultura en Israel será sin duda una de ellas.
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