
Mario Ablin
Una aproximación humanista a las Altas Festividades – en Rosh Hashaná y Iom Kipur- reorienta necesariamente la perspectiva heterónoma del “Día de Juicio Divino” hacia formas existenciales de reflexión y autoconciencia. Se trata de escuchar la voz interior que anida en cada ser humano.
El carácter étnico-nacional del judaísmo encuentra expresión cabal en la religión judía y en especial en las festividades del ciclo anual. La salida de la esclavitud de Egipto rememorada en Pésaj, la entrega de la Torá en Sinai recordada en Shavuot, el deambular hacia la tierra prometida simbolizada en Sucot, el ayuno de Tishá beAv en rememoración de la destrucción del Templo de Jerusalem, la salvación milagrosa de la comunidad judía de manos de Hamán el malvado festejada en Purim, la consagración renovada del culto y la rebelión macabea celebrada en Janucá.
El elemento común en todas esas festividades religiosas es el hecho que las mismas conmemoran acontecimientos trascendentales ocurridos al colectivo judío, son celebraciones de un grupo étnico-nacional antes que momentos sacralizados referidos al individuo.
En Rosh Hashaná, Año Nuevo, comienza un período de contricción y recogimiento hasta Iom Kipur, el Día del Perdón, en el cual el mensaje religioso tiene como destinatario al ser humano individual. Por supuesto, también en las Altas Festividades hay contenidos universales –la rememoración de la creación del mundo– o nacionales –el retorno del Pueblo de Israel a la senda de observancia y conducta ética–, pero también existe un elemento adicional: un mensaje personal dirigido a cada individuo judío.
El día del juicio
Desde tiempos inmemoriales, el comienzo de un nuevo año sembraba el temor y la ansiedad en el corazón humano, la inquietud ante la incertidumbre que depara una nueva etapa: sustento, salud, procreación, fortuna, son algunos de los interrogantes que acompañan la víspera de un nuevo año. En el judaísmo se acuñó la figura simbólica del “Día del Juicio” como expresión de esa inquietud existencial ante lo desconocido.
Según se establece en la Mishná, Rosh Hashaná es una de las cuatro oportunidades en que el mundo es sometido a juicio. En el nuevo año cada persona comparece a juicio y la sentencia a su respecto es dictada en Iom Kipur. Según la tradición, en Rosh Hashaná se abren tres libros celestiales, uno destinado a los malvados absolutos, otro para los justos completos y el tercero para la inmensa mayoría de seres humanos que no son ni lo uno ni lo otro. Los malvados son condenados de inmediato, los justos son absueltos sin demora, y todos los demás esperan el veredicto hasta Iom Kipur.
En esta perspectiva tradicional el individuo judío es llamado a arrepentirse, a corregir sus caminos, a retornar a las fuentes de la práctica religiosa, a reforzar sus vínculos con la comunidad. Todo ello en el marco de una visión heterónoma que consagra a una figura Divina que juzga, premia, castiga, acepta o rechaza.
El diálogo de los ángeles
Admiel Cosman, poeta religioso y hombre de fe inconformista, trae a colación el comentario de un texto talmúdico que presenta una visión alternativa a la imagen tradicional de “escuchar el veredicto Divino en el día del juicio”, como una especie de resolución que el individuo recibe “desde lo alto”.
Relata el Talmud que dos rabinos, Ilfa y Iojanán, estaban estudiando Torá. Como ambos se encontraban en situación económica muy precaria comentaban si acaso no deberían dejar sus estudios para salir a ganarse la vida, con intención además de enriquecerse. En el ínterin se aparecieron en el lugar dos ángeles celestiales y Rabí Iojanán escuchó que uno decía al otro: “quitemos la vida a éstos, que están dispuestos a dejar la vida eterna (estudiar la Torá) por vivir el momento». El otro ángel le contestó: «Hay uno de ellos que tiene por delante un gran futuro, no es éste el momento apropiado para que termine su vida». Rabí Iojanán le preguntó a Rabí Ilfa si acaso él había escuchado algo a lo que aquél respondió negativamente. Rabí Iojanán pensó para sí: si sólo yo escuché las palabras del ángel es señal que sus palabras se refieren a mí. Entonces dijo Rabí Iojanán a Rabí Ilfa: «Yo no saldré a trabajar, volveré a la academia rabínica y seguiré dedicándome exlusivamente a los estudios sagrados».
El relato talmúdico se extiende largamente pero nosotros le abandonamos acá para detenernos a comentar la hermenéutica que Admiel Cosman propone para el texto, la cual resulta inspiradora. Según Cosman, Rabí Ilfa, quien no tenía duda alguna del camino que deseaba para sí –trabajar y enriquecerse– no escuchó las palabras intercambiadas por los ángeles. En cambio, Rabí Iojanán, que sentía una contradicción interna en relación a la alternativa vital que se abría frente a él –vivir una vida de estudio y reflexión o una vida de acción y exterioridad– sí escucha la conversación de los ángeles. Para Cosman, los ángeles representan los pensamientos de Rabí Iojanán, su mundo interior. Éste es, sin duda, uno de los relatos “existenciales” más antiguos de la tradición rabínica. El mensaje del texto talmúdico es que en relación a los grandes dilemas de la vida no hay soluciones tajantes y totalmente claras, debiendo cada persona encontrar su propia respuesta, la cual no se encuentra por lo general «afuera» sino en su propia interioridad. Se trata de escuchar la voz interior que habla a cada ser humano.
A la escucha de un silencio
El filósofo Massimo Cacciardi, en una reflexión dedicada al poeta y místico judío contemporáneo Edmond Jabes, considera el escuchar como una cualidad esencialmente judía. El camino judío es, en término de Jabes, «estar a la escucha de un silencio», aspiración opuesta a la del mundo griego-metropolitano-cristiano basado en un culto esencialmente iconográfico. El judaísmo constituye, desde este punto de vista, una «resistencia de la palabra» ante el avasallamiento de lo iconográfico, presente también en la cultura de la sociedad occidental avanzada.
Ricardo Forster, filósofo y escritor judeoargentino, destaca que existe una distancia irrebasable entre la palabra y la imagen que coloca al judaísmo contemporáneo ante un extremo desafío: sostener su caminar interrogativo sin dejarse seducir por la infinita gama de íconos que intentan responder lo irrespondible. El mundo de las imágenes se sustrae a la crítica, mientras que el universo de las palabras habita en la continua interrogación.
Las certezas son del reino de la visión, las interrogaciones del reino de la escucha.
Para Edmond Jabes el lugar apropiado para escuchar e interrogar es el desierto, indicando esa metáfora del desierto un posicionamiento distinto, la imposibilidad del sentido, la incompletitud.
En ese sentido, el desierto de Jabes es también, según Forster, un símbolo que denota la interrogación, un gesto decisivo de quien está disponible para la pregunta.
Es precisamente la apertura anterior ante la pregunta, la disposición para interrogarse a sí mismo, la capacidad para plantearse preguntas existenciales profundas, la valentía interior de “salir al desierto” de la incertidumbre y el desamparo, lo que constituye la esencia de las Altas Festividades de Rosh Hashaná y Kipur.
El murmullo de las oraciones en las sinagogas atestadas de fieles ensordece, muchas veces, impidiendo “escuchar el silencio“. En realidad, las palabras más importantes de la oración son aquéllas que no se verbalizan sino que se expresan en la meditación muda de la interioridad.
Más que decir se trata de escuchar, de prestar atención a la voz interior que nos confronta con nuestra condición judía y humana.