Tzvi Lam
La historiosofía que abrazó el sionismo fue la que, nacida al conjuro del iluminismo y de la asimilación, vio en el judaísmo un proceso y no un fenómeno. Es que la legitimación del sionismo resultaba imposible, todo tiempo que el judaísmo fuese interpretado como algo estático e inalterable. Ese tránsito de la concepción del judaísmo como fenómeno inmune a la acción del tiempo (lo influenciable por éste sólo en sentido negativo) a la concepción del judaísmo como proceso, como algo sujeto a las transformaciones que se van produciendo, inclusive por voluntad y obra de los que están involucrados por él, representó, en última instancia, una «laicización» de la historia judía.
Quien expresó claramente esa concepción laica de la historia judía fue Simón Dubnow: «No hay idea general que comprenda toda la historia de la nación… No existe en el desarrollo del judaísmo un determinado leit motiv que abarque la totalidad de las épocas, pero sí hay varias ideas: una ininterrumpida creación cultural y una marcada tendencia hacia el progreso general». Tal la base que justifica las diversas transformaciones que los judíos —y con ellos el sionismo— intentaron producir en su situación, durante la Edad Moderna. Y esa justificación echa por tierra la concepción de una «idea general» que abarque la totalidad de la historia judía. Porque de haber exisitido una historia general de ese tipo, las posibilidades de cambio se hubiesen limitado pronunciadamente o hubiesen desaparecido del todo. Y puesto que esa «idea única» carece de validez, los judíos quedaron en libertad para cambiar el curso de sus vidas sin que sus sucesivas iniciativas los apartasen del tronco de la historia de su pueblo.
Últimamente hay quienes plantean en el campo sionista una concepción contraria, según la cual la historia judía sí se caracteriza por una idea cen tral, de la que el sionismo sería una continuación directa y consecuente. Tal concepción ofrece un aspecto adicional: puesto que el sionismo no es sino la continuación del judaísmo e incluso más que eso, el sionismo significa la expresión suprema del judaísmo, de lo que se concluye la obligatoriedad del retomo a las fuentes del judaísmo, que no son sino una justificación apriori del sionismo. Ese lugar que en los albores del sionismo se le destinó al ideal de «un pueblo nuevo» y «un nuevo judío», pasa a ser ocupado ahora por el ideal del «retomo a las fuentes», la identificación con el pasado y lo que suele denominarse «la conciencia judía». En el movimiento sionista han aparecido sectores —al parecer amplios— que se ven a sí mismos como «continuadores del judaísmo» en abierta contradicción con la actitud de quienes, al fundar el sionismo, consideraron que su misión consistía en sanear al judaísmo y en reformar a los judíos. Para esos círculos, el judaísmo, más que un proceso, es un fenómeno, más nacional que religioso.
El estudio de la historia Judía y de las ideologías judías nos presenta un cuadro contradictorio: el análisis ideológico parecería demostrar que existe una cierta cualidad o esencia que puede ser definida como judaísmo y que aparece, con leves diferencias formales, a lo largo de toda la historia judía; en cambio, el análisis histórico nos revela que en el curso de las generaciones hubo más de un único judaísmo. Si tomamos el concepto de judaísmo para designar ciertos principios relativos al contenido y al sentido de la vida, un estilo de vida derivado de esos principios y la justificación de la existencia nacional, nos encontramos con que en el curso de las generaciones hubo por lo menos tres sistemas que difirieron entre sí por sus características esenciales; la continuidad entre tales sistemas quedó asegurada por la continuidad biológica de los judíos. Actualmente nos enfrentamos a la cristalización de una cuarta concepción que, en caso de perdurar, constituirá la cuarta reencarnación del judaísmo.
El primero de los judaísmos del que guardamos cierta memoria (al que en adelante denominaremos Judaísmo A) es aquel que comenzó en los albores de la nación y concluyó con su dispersión por el mundo después de la destrucción del Segundo Templo y de la derrota de la rebelión de Bar Kojba. Es imposible reconstruir con exactitud lo fundamental de ese judaísmo porque el mismo no nos legó suficientes elementos de juicio. Nuestro conocimiento sobre él proviene de la Biblia y por ella sabemos que la concepción que ésta tuvo del mundo no coincidió con la cosmovisión de este judaísmo.
Considerable parte de la Biblia está destinada precisamente a destacar ese hecho, ya sea a través del relato que condena los actos del pueblo de Israel y de sus reyes, ya sea por medio de los profetas. Incluso resulta difícil precisar si por ese entonces los judíos se veían a sí mismos como pecadores —por no haber cumplido con aquello que se comprometieron— o como elementos reclutantes que se negaban a aceptar la Torá de manos de quienes intentaban imponérsela. La segunda fuente de la que puede saberse algo respecto de aquel judaísmo, es el contenido de las luchas libradas entre él mismo y su sucesor, que fue el judaísmo cuya cristalización comenzó quizás ya en la época del primer exilio y continuó durante el período del Segundo Templo. Las diversas sectas (incluyendo probablemente el cristianismo) representaron principios del Judaísmo antiguo que se rehusó a ceder su lugar a su sucesor.
Los límites de los períodos históricos no son nítidos. Según parece, el último de los marcos en que subsistió el judaísmo A fue el caraísmo. El triunfo final del judaísmo del Talmud ocasionó la segregación de los caraítas del tronco del judaísmo. Pero esa segregación (o quizá separación impuesta) no puede borrar la impresión de que los caraítas fueron los ortodoxos de su época, es decir, los ortodoxos del Judaísmo A que concluyó su función en la historia de los judíos en circunstancias en que una parte de ellos no estuvo dispuesta a aceptar esa realidad.
El judaísmo B fue el judaísmo bíblico tal como el mismo fue interpretado en la Mishná y en el Talmud. Resulta difícil precisar si la concepción que guió a ese judaísmo en sus comienzos facilitó con sus normas la vida de los judíos como pueblo en la diáspora o si fue ese mismo judaísmo el que los capacitó para la diáspora, que ellos prefirieron porque constataron que la diáspora les ofrecía la posibilidad de concretar sus principios. Ese judaísmo subsistió hasta que comenzaron los procesos de modernización en los países de occidente. Fue entonces que el nuevo judaísmo perdió su dominio sobre las vidas de muchos de los judíos, arrastrados por los procesos que se registraron en su derredor. A partir de ese momento, los grupos que continuaron identificándose con ese judaísmo se vieron reducidos a la defensiva, de un modo similar a lo que les ocurrió a los remanentes del judaísmo A con la cristalización del judaísmo B. Este último conoció en su larga historia muchos intentos de negarlo. Hubo algunos que fueron reprimidos y otros que concluyeron con la segregación. Pero durante casi dos milenios, ese judaísmo subsistió entre los judíos de las más diversas diásporas, sin modificaciones sustanciales de los principios que decantó en sus orígenes.
Entre esos principios, a los fines de nuestra exposición, cabe citar los siguientes: El nuevo judaísmo —el judaísmo B— cristalizó en torno de la idea de la negación de la existencia nacional-estatal. Es posible que las experiencias pasadas —la de los reinos de Judá y de Israel y la de los monarcas hasmoneos— le enseñaron a sus creadores que la existencia política autónoma no favorecía la posibilidad de crear «un reino de sacerdotes y un pueblo santo». Precisamente la característica esencial de ese judaísmo reside en su renuncia a la responsabilidad por el destino del pueblo del Todopoderoso. No hubo aquí una negación de principio de la soberanía política. Por el contrario esa independencia fue una de las cosas que esa concepción elevó a la categoría de esperanza, llenando con su contenido las plegarias judías. Pero sí hubo una negación práctica que vino a testimoniar la seguridad del individuo judío en el Creador, y en su justa conducta. Esa negación, en última instancia, significó la negación del mundo que se manejaba conforme a las normas gentiles que habían convertido a la existencia política, al poderío estatal y al éxito presente, en la escala de valores absolutos de la existencia nacional. El judaísmo B nacido al conjuro de la negación de una vivencia similar, que al parecer integraba las caracteristicas del mundo precedente, propuso un nuevo patrón de valores, entre los cuales el fundamental era la voluntad de Dios, conductor de la historia, de cuya exclusiva voluntad dependía la redención del pueblo y del mundo.
La responsabilidad del judío respecto de su propia redención, la redención de su pueblo y del mundo, fue lograda pues, al precio de la renuncia a la responsabilidad histórica. Pero la nueva responsabilidad no le exigió al judío ninguna acción directa para cambiar la faz de las cosas. Sólo se reclamó el celoso cumplimiento de los preceptos divinos, otorgándole el derecho de intervenir en la vida del prójimo, siempre que fuese judío, a fin de moverlo al cumplimiento de tales preceptos. A ello quedaron obligados tanto la gente sencilla como los dirigentes. Pero ni a unos ni a otros se les exigió intervenir activamente —ni se esperó que lo hicieran— en el curso de la historia, para orientarla hacia una causa favorable o hacia la redención. Por el contrario, tal intervención les quedó expresamente vedada. La prohibición de «apresurar el desenlace», de rebelarse contra los gentiles y hasta de retornar en masa al país, se basan en el principio fundamental de ese judaísmo, que consiste en esquivar la responsabilidad por la historia del pueblo, depositándola en Dios.
Como lógico corolario de ese rechazo de la responsabilidad histórica aparece la aceptación del sometimiento al poder terrenal, que no es sino la aceptación del destierro. El judaísmo B es la religión o la concepción de mundo que se impuso a sí misma el «abandono del juego» como pueblo que vive en el seno de otros pueblos. El judaísmo B derrotó al judaísmo antiguo, que se basó fundamentalmente en la concepción de mundo estatal propia de su tiempo. El judaísmo B fue una filosofía de vida de un pueblo desterrado, disperso en comunidades que se mantenían aisladas y esperaban su redención como premio a sus buenas acciones, sin asumir la iniciativa política. Innecesario es decir que el triunfo de ese judaísmo sobre su predecesor no quedó registrado en la memoria del pueblo como una lucha entre dos concepciones encontradas, sino que, andando el tiempo, decantó como un proceso producido en el seno de un único judaísmo libre de contradicciones y animado por una única idea central. El judaísmo B, luego de imponerse a todas las concepciones que le impartieron, empezó a arrogarse la representación de las generaciones precedentes, desde la del patriarca Abraham, como si todas ellas hubiesen abrazado su misma interpretación del judaísmo.
La renuncia a asumir la responsabilidad ante la historia jamás fue interpretada por el nuevo judaísmo como un sometimiento ante el mundo. Todo lo contrario: los judíos abjuraron, como pueblo, del quehacer político en la lucha por la existencia, pero abrazaron la actividad en cuanto se refirió a la organización de su propia vida en el seno de las comunidades sagradas. Fue esa su libertad en el seno de la opresión. El fundamento ideológico de esa libertad fue la segregación. Dios fue quien hizo a los judíos distintos de los gentiles e impuso a los judíos la obligación de consagrarse al cumplimiento de su voluntad, sin confundirse con los gentiles. «Os distinguiré de los pueblos para que seáis para mí».
La segregación es otro de los aspectos del rechazo de la responsabilidad por la historia. Sobre ambos elementos se asentó la actitud hacia el tiempo, que constituye otro de los rasgos fundamentales de ese judaísmo. El tiempo asume en el judaísmo una significación ritual. En el curso del año hay días profanos y hay festividades, pero los años no se incorporan a períodos que tienen determinado sentido. El judaísmo carece de presente, a no ser los tiempos y fiestas que se distinguen de los días profanos.
El judaísmo tiene un pasado que es fundamentalmente mitológico y un futuro que es mesiánico, pero entre ambos se extiende un vacío en el que nada debe cambiar por iniciativa deliberada. En la medida en que en el curso de los años de existencia de ese judaísmo quedaron grabadas fechas en la memoria del pueblo, tales fechas vinieron a conservar el recuerdo de sucesos que otros les ocasionaron a los judíos (por lo general algo malo): expulsiones, vejaciones, etc.
Al margen del judaísmo, sin embargo, el reloj de la historia siguió marcando el tiempo, y con el desplazamiento de sus manecillas fueron cambiando los vientos de las épocas. El judaísmo B fue inmunizándose ante ellos en vista de que, al abatirse contra sus murallas, los mismos amenazaron su existencia. Cuando esos vientos oríginaron un derrumbe en el judaísmo B, uno de sus dirigentes —el rabino Shimshon Rafael Hirsch— intentó, a pesar de todo, resistirlo. Hirsch formuló la negación principista de la adaptación al tiempo que caracterizó al judaísmo B en todo el curso de su historia, recurriendo a un planteo retórico: ¿Acaso el patriarca Abraham fue un hombre de su tiempo? ¿Acaso fue Daniel un hombre adaptado al suyo y los Macabeos, fueron ellos también, hombres de su época? Según esa visión suya, el judaísmo no era un proceso que iba cambiando paralelamente con las transformaciones de la vida y de la historia, sino un fenómeno estable en el que no se producen cambios: su existencia tiene efecto al margen del tiempo histórico. Durante el curso de la existencia del judaísmo surgieron y cayeron reinos, aparecieron pueblos que los antepasados de los judíos no conocieron y el estilo de vida de los pueblos fue cambiando repetidamente en tomo suyo. Los rastros dejados por elementos pasajeros pueden encontrarse en la literatura rabínica de las consultas religiosas sobre cuestiones de actualidad, pero no en los escritos referentes a la elucidación de los fundamentos del judaísmo. El judaísmo se vio en la necesidad de decidir cómo proceder en cuanto al uso del teléfono durante el descanso sabático, ante la revolución científica o respecto de los alimentos sintéticos. Pero no tuvo que determinar su actitud ante la democracia. Los problemas que absorbieron la atención de los pueblos —problemas atinentes a los judíos y a los gentiles— no fueron de la incumbencia de ese judaísmo. Es posible que no todos esos interrogantes hayan sido considerados como cuestiones propias de idólatras, pero en su mayoría, no fueron interpretados como cuestiones que debían concitar la atención del pueblo elegido.
Tres son las características del Judaísmo B:
a) el rehusar asumir la responsabilidad histórica que le cabe a todo pueblo;
b) el separarse de los demás pueblos sustrayéndose al espíritu de la época;
c) el asegurar una plataforma sobre la cual se levantaron estructuras de organización social que subsistieron durante casi todo el período de existencia de ese judaísmo.
El principio fundamental de tal organización fue el de la solidaridad recíproca entre los miembros de cada comunidad y entre las distintas comunidades. Es posible que ese principio fuese heredado por el judaísmo B, del judaísmo A, pero el hecho es que el nuevo judaísmo lo puso en práctica en circunstancias distintas. En sus orígenes, se trató de una organización propia de la vida tribal. Conforme a la misma, el individuo no es el componente básico de la sociedad, sino sólo un elemento individual de la misma y la sociedad (la tribu) lo orienta en todo. Tanto los relatos conservados en los capítulos bíblicos como la legislación enunciada por sus distintos libros, reflejan la primacía de la colectividad y la condición accesoria del individuo en la época del génesis del pueblo.
El judaísmo B cristalizó como ideología después de haberse desintegrado y de haber desaparecido en gran medida los vínculos tribales de los Hijos de Israel. El nuevo judaísmo adoptó los principios tribales a una organización en la cual los lazos familiares fueron suplantados por la adhesión a la colectividad de judíos, organización que se basó en la identificación del individuo con una doctrina religiosa común a todos los miembros de la comunidad. Esa misma organización se mantuvo durante muchas generaciones e impuso su autoridad absoluta sobre sus miembros. En ese tipo de organización no había cabida para inconformistas o para innovadores, excepción hecha de un estrecho margen que restó para las descreaciones legítimas. Si a eso añadimos la circunstancia de que durante la mayor parte de esa época la colectividad judía existió dentro de marcos separados, que el individuo no podía abandonar para pasar a otra casta, comprendieron que los individuos judíos, durante la mayor parte del dominio del judaísmo, estuvieron sometidos a la potestad absoluta de la comunidad. Eso era válido no solamente para los ignorantes sino también, quizás en mayor medida aún, para los estudiosos. La costumbre de la «haskamá», por la cual el autor de un nuevo libro quedaba obligado a obtener la aprobación de los grandes de su época, representa sólo una de las manifestaciones del contralor ejercido sobre el individuo, propenso a la desviación y a la innovación.
Otra expresión de esa desconfianza del judaísmo B frente a toda innovación, más importante y más característica que la anterior, consiste en la pobreza de los datos biográficos relativos a sus personalidades más salientes durante la mayor parte de la prolongada época de su dominio. Si se exceptúan contados casos, el pueblo no conservó ninguna memoria de los rasgos particulares de sus grandes. No se debió ello a la casualidad. En la medida en que la historia registró su existencia, fue como autores de determinados libros. El héroe nacional se asemejó al ideal del justo, ideal cuyos rasgos físicos se hallaban presentes a priori en la conciencia popular. Quien se apartaba de tal idea era considerado como alguien que distaba mucho de la perfección o que envolvía en sí un peligro.
En todos los casos en que una gran personalidad quedó grabada en el recuerdo de un pueblo como una figura más rica que la imagen estereotipada de un justo, conviene examinar si esa personalidad, con sus rasgos excepcionales, se impuso por la fuerza y luchó en las márgenes del judaísmo para excederlo y cambiar sus fundamentos. Tal fue, por ejemplo, el caso del Báal Shem Tov, cuya imagen conservada en la memoria del pueblo es distinta de todas las restantes de los Grandes de Israel. El ideal más excelso del judaísmo B concuerda con el principio fundamental y con el esfuerzo esencial que caracterizó a dicho judaísmo, vale decir, el principio de la autoconservación dentro de un sistema de valores dados que no reconoce ni el derecho ni la necesidad de ningún cambio. El mecanismo psicosocial que posibilita los cambios en todos los casos en que los mismos se producen es el individualismo. El individualismo convoca y alienta que lo nuevo se manifieste y una de sus manifestaciones es lo multifacético de las biografías de los cabalistas como figuras ejemplares. Tanto por sus principios como por su conducta, el judaísmo B fue un sistema de vida antiindividual. Después de muchas generaciones, numerosas comunidades judías que vivieron ese judaísmo, se vieron sumidas en un mundo en el que comenzaron a prevalecer las tendencias individualistas. Al menos a partir del Renacimiento, el judaísmo se vio confrontado continuamente por el individualismo, no siendo de extrañar que desde entonces sus dirigentes intentasen defenderlo con nuevas limitaciones y prohibiciones contra los nuevos vientos que acrecentaron los peligros que lo amenazaban.
El judaísmo B fue una filosofía viva de un pueblo desterrado que justifica su destierro y deposita todas sus esperanzas en el Todopoderoso, del que aguarda su redención. ¿Cuál es el lugar que le cupo a Eretz Israel en ese sistema de fe? La renuncia a la responsabilidad frente a la historia del pueblo debió vincularse forzosamente a una transformación fundamental de la actitud del pueblo respecto de su país. Los «dolientes de Sión» (incluyendo a los caraítas), hacia fines de la predominancia del judaísmo A, colocaron al país en el centro de su concepción de mundo. En oposición a ellos, sus adversarios, representantes del judaísmo B, cristalizaron en torno a la idea según la cual «el estudio de la Torá es más importante que la construcción del Templo de Dios». Pero dado que no sólo el pueblo de Israel es un pueblo elegido, sino que también la Tierra del Israel es una tierra elegida, ¿cómo pudo conciliarse en el judaísmo B esa contradicción entre la renuncia a la actualización de las aspiraciones a recuperar el país por un lado, y el lugar ocupado —por el otro— por el país, en la doctrina religiosa abrazada por ese judaísmo?
Así como el judaísmo B extrajo al pueblo de la historia, así también sustrajo a la tierra de la geografía y, más aún de la geopolítica. En el judaísmo B Eretz Israel se convirtió en parte de una escatología que, imponiéndole al judío una obligación respecto del país, no sólo no le reclamaba sino que le prohibía concretar esa obligación mientras no llegara el Mesías.
La historiosofía sionista, que pertenece ya al judaísmo C, nació al conjuro de la modernización del pueblo judío y debido a sus propias necesidades ideológicas, complicó la situación de Eretz Israel para el judaísmo B. El sionismo le ocasionó al judaísmo B lo que éste le causó al judaísmo A; vale decir, se propuso heredarlo después de provocar su derrumbe. La historiografía sionista adoptó el leit motiv del vínculo eterno entre el pueblo y su país, afirmando que por fin había llegado la hora de convertir la posibilidad en realidad. Pero el nexo entre el Judaísmo B y Eretz Israel en nada se parecía al vínculo con el país que sirvió de base al sionismo. En el judaísmo B el país era un principio abstracto que se iba alejando, no sólo de toda realidad política sino también de toda significación que se refiera al país como algo concreto. Dado que la historiografía sionista ha inculcado profundamente en la conciencia de los judíos de la presente generación, su propia interpretación del nexo ininterrumpido entre el pueblo y Eretz Israel, creemos que puede resultar útil citar diversas fuentes que ilustran la desconexión entre el judaísmo B con la tierra de Israel en su sentido concreto.
Rabí Shimon de Iaroslav, discípulo de rabí Elimélej de Lizhansk y alumno del «Visionario» (Jozé) de Lublin, en su libro Torat Shimón Hashalem, nos da su interpretación del versículo ‘Y será que vendrás a la tierra que Dios tu Señor te da en propiedad y la heredarás y te asentarás en ella» (Vaikrá – Levítico 23:10). El comentarista dice: «Para aclarar este punto veremos que se sabe que la gloria de Dios se llama Tierra y los hijos de Israel deben perfeccionarla para que el Nombre sea íntegro y éso es lo que está escrito; «será» no es sino la alegría, y eso quiere decir que habrá alegría cuando vendrás a la Tierra, es decir, a perfeccionar la gloria de Dios, que Dios tu Señor te da en heredad para que la perfecciones…» En el libro lad Iosef del rabino y maestro rabi Iosef Aharón de Buchach, el autor cita las palabras de su padre, que había sido un rabí jasídico, que interpretó el versículo «Y la Tierra que concedí a Abraham y a Isaac, la daré a tí y a tu descendencia después de tí, daré la tierra» (Bereshit – Génesis, 35:12). La interpretación es la siguiente: «…Los sabios de bendita memoria dijeron que el hombre nunca debe preocuparse por saber cuándo sus propios actos se equipararán a los de los antepasados, cosa que le hace decaer el ánimo; puesto que Abraham e Isaac no padecen esa preocupación; y es para ellos una caída frente a los ángeles de las alturas; puesto que la tierra insinúa la caída y ese es el sentido de «la Tierra que concedí»; también para tí significaría una caída como ésta; «y a tu descendencia después de tí daré la tierra», quiere decir tu descendencia tendrá una especie de caída después de tí, lo que quiere decir «¿cuándo llegarán mis actos a los actos de mis antepasados…?»
La Tierra de Israel fue interpretada en un caso como la gloria de Dios y en otro como un decaimiento del ánimo; los versículos en los cuales el país fue recordado sirvieron para fijar normas de conducta morales. De todos modos, nada quedó de la tierra concreta que obligase al creyente judio.
Esas interpretaciones fueron escritas ya en la época de la decadencia del judaísmo B, en la que llegó a su culminación de alejamiento de toda slgnificación concreta de concepto de la Tierra. Pero tal actitud no fue de ningún modo excepcional en la concepción que el judaísmo B tuvo del tema. En la historia del pueblo judío, la revolución sionista fue necesaria para restituir el concepto del país a su concepción natural. Cuando ella se produjo, la reacción de los representates del judaísmo B fue quizás más violenta de lo que era dable esperar, pero seguramente fue fiel a su espíritu. El rebe de Gur dice en Sfat Emet: «Mi abuelo citó cosas maravillosas en nombre de Ramá el Santo de Fani (1525-1572), tomadas de su libro Canféi Ioná. Él explicó por qué el sagrado cabalista se ocupó tan extensamente del tema, dijo que con ello quiso evitar que los hijos de Israel acudiesen en masa a Eretz Israel… Vi un precioso libro Léjem Hapanlm, escrito por un ilustre y santo judío hace siglos en el que, respondiendo a preguntas sobre la conducta respecto a promesas, establece que para él es mejor vivir en Rusia y difundir la Torá en el seno del pueblo judío, que irse a Eretz Israel. Esa respuesta es extensa y me consta por el testimonio vivo de sabios y justos que confirman la interpretación de rabí Itzjak Alfasi (1013-1103) de lo escrito sobre el versículo «A Babilonia serán transportados y allí estarán, que puede servir también de guía para el segundo destierro y comprende la prohibición del ingreso de la colectividad de cualquiera de los países a Eretz Israel antes de que el amor del Santo Bendito Sea su Nombre quiera redimir al pueblo judío».
Con lo que antecede no pretendemos aducir que los cinco principios aquí esbozados, de un modo general, agotan todo el contenido del judaísmo B. Sólo nos propusimos determinar que al cambiar uno de los elementos fundamentales, al comenzar los judíos una nueva interpretación o al rechazar una anterior, cuando se negaron a seguir renunciando a la responsabilidad por su propia historia, cuando ya no pudieron identificarse con el principio de su segregación de los demás pueblos, cuando ya no quisieron seguir sustrayéndose al espíritu de su época, cuando se negaron a continuar soportando el colectivismo total de la comunidad y la postergación de su redención hasta la venida del Mesías, entonces se produjo el nacimiento de un nuevo judaísmo, el judaísmo C, en cuyo regazo tuvo efecto el nacimiento del sionismo.
Les corresponde a los teólogos debatir el problema de si el judaísmo privado de las cinco bases antedichas, o si el judaísmo en el que los mismos hayan adquirido una nueva significación —total o parcialmente— sigue siendo en esencia el mismo judaísmo; si los cambios en lo que se refiere a las acciones de los judíos, al estilo de vida preferido por ellos, a la actitud hacia sí mismos y hacia el mundo, lo convierten en el judaísmo que había sido con anterioridad.
Al lado del surgimiento de la nueva corriente, cuando ésta comenzó a cristalizar entre los judíos, surgió también la ortodoxia. La ortodoxia no significó una posición más dura o más fanática. Mientras el judaísmo B gozó de una posición indiscutida entre los judíos, hubo en su seno rabinos que se mostraron partidarios de una mayor estrictez y otros que favorecieron una actitud más contemporizadora. Estos últimos no fueron reformistas, del mismo modo que los primeros no fueron ortodoxos. Unos y otros actuaron dentro de los límites de la libertad que la concepción religiosa les permitía, siendo unos y otros legítimos representates del judaísmo de su época. Sólo cuando se vio socavada la posición del judaísmo B, surgieron en su seno quienes se unieron para resistir la embestida del tiempo. Esa es la ortodoxia. Sus hombres se impusieron y exigieron de los demás un comportamiento que a su juicio debía evitar que lo nuevo arraigase entre los judíos. La ortodoxia se propuso representar la esencia del judaísmo conforme a su mejor entender, de otro modo del que los sionistas se impusieron con idéntica finalidad conforme a sus concepciones. Ni una ni otra representaron la esencia del judaísmo porque esa esencia no existía. La ortodoxia representó (y representa) uri modelo judio en descomposición, situación que ella vive con el alma condolida, mientras que los sionistas son los exponentes de un impulso ideológico que alega representar toda la historia del pueblo, Ese mismo impulso es propio de todos los movimientos nacionales. Una cosa es innegable; la ortodoxia entiende el judaísmo en no menor grado de lo que lo entienden los sionistas.
Ierajmiel Domb, en el libro que presenta la concepción de mundo de los Naturei Karta, que son un grupo extremo de los ortodoxos, nos representa con extraordinaria precisión y claridad -aunque con un tono polémico- los principios del judaísmo tal como los capta ese grupo:
Los Naturei Karta no tienen un programa preestablecido ni una agenda para la salvación material o moral para la colectividad judia. Y ello es así no porque esté por encima de su capacidad el sentarse a preparar un programa de ese tipo, con toda la fraseologia en uso por las demás agrupaciones, sino porque los Naturei Karta no creen que los programas puedan resolver los problemas del judaísmo. La Torá nos ha ordenado ser «un pueblo que morará solo y que no será contado entre los pueblos» (Bemidbar – Números 23:9). Esa segregación de los pueblos del mundo es la base de la santidad de los judíos.
«Debido a nuestros pecados fuimos desterrados de nuestro país. Fuimos desterrados por la Divina Providencia y debemos aceptar su fallo con amor. La Agadá (relatos talmúdicos) nos dice que al salir al destierro los judíos hicieron un triple juramento: 1) Les quedó prohibido «Apresurar el desenlace», ni siquiera por medio de la multiplicación de sus rezos; 2) Les quedó prohibido volver a Eretz Israel como colectividad antes del tiempo fijado para ello; 3) Les quedó prohibido rebelarse contra los pueblos del mundo.
El representante de otro grupo de la ortodoxia que vivió en la época de la organización del sionismo político, el rabino Shalom Shneerson de Lubavich, enunció a su manera los principios del judaísmo B, al formular su oposición al sionismo: «Nuestros hermanos temerosos de Dios aman la tierra de Israel con el sentimiento divino que los alienta. Su voluntad y su alegría están puestas en Dios y en sus actos y eso los lleva a amar el lugar elegido por Dios. Ese amor es un sentimiento interior, un inmenso amor interior por ese lugar que los mueve a besar su polvo. Está claro que no es ese el sentido de la propaganda que están haciendo Herzl y Nordau por Sión. Cuando Herzl estuvo en la Tierra Santa permaneció alejado de Dios. Profanó públicamente la Torá al ingresar a la Ciudad Santa un día sábado… acto cometido de intento, para poner de manifiesto su sucia ideología y demostrar que el judaísmo es una nacionalidad. En el lugar que estuvo el Templo, el dirigente sionista introdujo el nacionalismo, la rebelión contra Dios y la negación de la Torá…».
Creo que nada hay más indicado que la crítica de los opositores para conocer una ideología. En la crítica de la ortodoxia respecto del sionismo, si se dejan de lado las palabras hirientes que no hacen al caso, se encuentran muchas más verdades sobre la actitud del sionismo hacia ese judaísmo que las que se pueden hallar entre los sionistas respecto de sí mismos en todo lo que al tema se refiere.
El sionismo, surgido después de la profunda decepción que causó a los judíos la asimilación —especialmente a aquellos que la intentaron personalmente— adoptó el principio de las transformaciones históricas como un hecho vital indiscutible. Pero precisamente ese principio, sin necesidad de recurrir a ningún otro, representa un rotundo desmentido al judaísmo, tal como se desarrolló en su segundo período. Mas aún: los sionistas hicieron depender la transformación tan ansiada, de la volutand de los mismos judíos («si lo querréis, no será leyenda», Herzl) con lo que anularon la base fundamental del judaísmo que era la negativa a asumir la responsabilidad por la propia historia, por un lado, y la seguridad depositada en Dios y el sometimiento a su voluntad por el otro, caras éstas de una misma moneda. El sionismo, al pretender ver en los judíos un pueblo como todos, abjuró del principio de la segregación, puesto que su objetivo, para partidarios y opositores por igual, fue interpretado como una reconciliación con el mundo (un reingreso a la familia de los pueblos). Cuando los rabinos y otros representantes de la ortodoxia antisionista sostuvieron y sostienen que el sionismo representa la rebelión contra el Creador y su Torá, ellos tienen perfecta conciencia de lo que afirman, siempre y cuando el Creador y su doctrina sean interpretados tal como lo hizo el judaísmo B.
Esa abismal contradicción entre el sionismo, con su amplia fundamentación ideológica denominada por nosotros judaísmo C, que se propuso reordenar al mundo como un conglomerado nacional, estaba condenado a chocar con el judaísmo B, que preferia quedar marginado del mundo y disperso en sus colectividades del extranjero. Ese choque, como toda colisión de creencias, engendró el odio contra las personas así como el menosprecio y la ceguera respecto de acontecimientos que, en otras condiciones, esas mismas personas hubiesen tal vez entendido como expresión de valores humanos sublimes. Sólo recien después del Holocausto hubo muchos sionistas que pudieron proceder a una revaloración de ese judaísmo contra el cual habían luchado. Pero precisamente fue esa rectificacíón en la apreciación del judaísmo B a fin de derrotarlo, la que hizo ingresar al pueblo a un nuevo sendero de su existencia.
La muerte de las ideologías no se da como acontecimiento sino como proceso, y a menudo como proceso prolongado. Así como el caraísmo conservó, al parecer, algunos de los rasgos del judaísmo A durante centenares de años después de producido el disgregamiento del mismo, así también perdura el judaísmo B en las reencarnaciones de la ortodoxia, a pesar de su derrumbe.
¿En qué nos basamos al sostener el derrumbe del judaísmo B? Los sistemas de pensamiento pueden continuar existiendo cuando ya no sirven a los conglomerados humanos que lo sustentan, e incluso cuando conspiran contra ellos. La vitalidad de una determinada concepción nada tiene que ver con la calidad de la función por ella desempeñada; subsisten, simplemente, cuando existe un sector que adhiere a sus principios. La mayor parte del judaísmo B terminó abandonando sus principios fundamentales y, más aún, su estilo de vida. En estado de pureza, ese judaísmo subsiste solo en islas aisladas, dominado en gran medida por la sensación de vivir sitiado y por la tensión de hallarse a la defensiva. El hecho resalta sobre todo en la exigüidad de su fuerza creadora y en su negativa a medirse con los problemas de la actualidad.
No cabe duda de que el Holocausto asestó a ese judaísmo un serio golpe, al diezmar sus centros nerviosos. Pero ya antes del Holocausto, en esos mismos centros, la situación del judaísmo B estaba socavada en gran medida. Desde hace varias generaciones, las creaciones espirituales de los judíos —los intentos de medirse con los problemas de la vida— en la medida en que las hubo, no fueron ya obra suya, sino del nuevo judaísmo. Esa creación, sumada al estilo de vida de los judíos que cambió radicalmente en ese período vino a testimoniar la vitalidad del nuevo judaísmo a la par que el retroceso y la fosilización del judaísmo B, que quedó confinado a las márgenes de la vida judía.
El nuevo judaísmo, el judaísmo C, dio origen a diversas orientaciones nuevas respecto del futuro de la nación. Entre ellas se contaron algunas que no soportaron el peso de la historia, como la asimilación individual; el movimiento territorialista, que vio el futuro del pueblo en los lugares de su asentamiento, gozando de marcos autónomos incorporados al medio circundante, y el sionismo, cuyas premisas fueron aceptadas en gran medida por los centros judíos de la dispersión y especialmente por aquellos en los cuales el estilo de vida de los Judíos había cambiado al influjo de la modernización. Hay que tener en cuenta que el sionismo no es la única esfera en la que existe actualmente el nuevo judaísmo. A pesar de las rivalidades entre todas las concepciones encontradas que surgieron en el ámbito del judaísmo C, todas ellas tienen un denominador común, que por vía de la negación puede definirse como la oposición a la concepción de mundo del judaísmo B, y por vía de la afirmación puede ser calificado como la disposición a continuar la historia del pueblo judío incorporándolo al proceso de modemización en auge en el mundo.
Uno de los rasgos esenciales de ese proceso es la laicización. Tal como la misma es captada por las sociedades modernas, la laicización ni implica necesariamente la negación de la religión. Se trata mas bien de una separación entre la religión, que pasa a pertenecer al ámbito reservado al individuo, y la sociedad, cuyos asuntos pasan a resolverse sin sujeción a normas religiosas preestablecidas y obligatorias. Esa segregación se concretó, con considerable medida de éxito, en los países que lograron llevar a buen término el proceso de modernización, pudiendo afirmarse que la medida del éxito en la separación entre la religión y la sociedad es equivalente a la medida del éxito en la modernización de las sociedades. Pero entre los judíos, los asuntos no siguieron exactamente ese patrón. Viviendo conforme a los lineamientos del judaísmo B, los judíos no estaban maduros para esa separación, las exigencias intransigentes de la religión y la presión irresistible hacia el conformismo en la colectividad judía religiosa en todos sus aspectos la hicieron imposible. De resultas de ello, el ingreso del judío a la vida de la sociedad moderna quedó supeditado, por lo común, a la negación de su propia fe. Por eso el judaísmo C, judaísmo de la era contemporánea, fue fundamentalmente ateísta. Eso era cierto –y nadie vendrá probablemente a discutirlo– en todo lo referente por un lado a las agrupaciones de izquierda (Bund, territorialismoa, grupos de socialistas y anarquistas judíos, etc.) y por el otro a los partidarios de la asimilaclón individual, que se fue ampliando y fue abarcando diversas capas de la sociedad judía.
Pero esa afirmación también es cierta en lo que respecta al sionismo, por más que el ateísmo sionista asumió formas diversas, por lo general camufladas. Es indiscutible el ateísmo de personalidades como Herzl, Nordau, Borojov, Weitzman, Sokolov, Jabotinsky y muchos otros entre los dirigentes e ideólogos del movimiento. Con todo, su posición frente a la religión fue distinta de la asumida por los voceros del grupo no sionista del judaísmo C. La oposición a la religión por parte de estos últimos fue, por lo general, militante. En cambio, los sionistas, incluídos los ateos confesos, no alardeaban de su negación de la religión. Es posible que su posición se contrabalanceara con el sentimiento de la deuda que habian contraído con la religión por haber conservado ésta en el curso de las generaciones, la existencia del pueblo que ellos deseaban conducir, aunque también es factible que ese equilibrio estuviese inspirado por razones de orden táctico. Ellos no vieron ninguna necesidad en crear un distanciamiento entre el sionismo y los judíos apegados todavía a la religión, por medio de una actitud antlreligiosa militante. Esa moderación en la posición antireligiosa de los dirigentes sionistas fue uno de los factores que posibilitó la aparición de la corriente denominada sionismo religioso.
El sionismo religioso fue un fenómeno paradojal. Esa corriente se asoció al campo sionista en la rebelión contra el destino judío, cuya justificación había sido, por espacio de generaciones enteras, uno de los principios fundamentales de la fe religiosa judía, sino su esencia. La rebelión contra ese destino había sido interpretada por los judíos durante su exilio como una sublevación conta la voluntad del Creador. Con la aparición del sionismo, surgió entre los religiosos un grupo que optó por asumir una posición activa, con el objeto de promover un viraje en el destino de los judíos, pero al mismo tiempo, ese grupo conservó su concepción de mundo, conforme a la cual el Todopoderoso es el supremo hacedor de la historia, correspondiendo a los creyentes depositar su destino en su voluntad.
Una de dos: si la posición activista en la historia y la asunción de la responsabilidad por la misma en el seno de los pueblos es un mandato de la religión judía, entonces todas las generaciones precedentes no habían comprendido el espíritu del judaísmo o habían pecado contra él. Si, por el contrario, las generaciones pasadas comprendieron la esencia de la fe judía y no pecaron contra sus principios fundamentales, resultaba que el sionismo religioso venía a negar la concepclón judía de la misma manera que la negaban los judíos que no eran religiosos. Eso es, efectivamente, lo que adujo la ortodoxia antisionlsta. El sionismo religioso prefirió evitar el enfrentamiento entre esos dos elementos contradictorios de su ideología, excepción hecha quizás del Rabino Kuk, que quiso salvar esa contradicción con conceptos religiosos mesiánicos en base a los cuales intentó conceder al sionismo –a todas sus corrientes y en virtud de sus actos– la trascendencia de un evento religioso. Los sionistas religiosos prefirieron seguir fieles a los principios del judaísmo B al mismo tiempo que se aplicaban a la acción sionista sin parar mientes en que sus principios pertenecían a otro judaísmo opuesto por su naturarleza a la concepción del mundo del judaísmo B.
Otros intentos de superar la contradicción indicada fueron hechos fuera del sector religioso institucionalizado, especialmente por Ajad Haam y Iejezkel Koifman. Pero cualquiera sea el interés que despierte el pensamiento de esas personalidades y otras de su estatura, es preciso dejar sentado que ninguno de ellos, ni en el campo religioso ni fuera de él, consiguió lo que se propuso: levantar un movimiento que concretase una verdadera síntesis entre el judaísmo B y el judaísmo C. Al parecer una síntesis tal es posible.
Lo que no lograron el Rabino Kuk, Ajad Haam ni Iejezkel Koifman, tampoco lo lograron los dirigentes del sionismo religioso cuando este se institucionalizó y organizó como cuerpo político. Durante mucho tiempo ese movimiento actuó como una especie de sincretismo moderno, mientras los grupos que lo componían vacilaban entre una y otra dirección. «Hapoel Hamizraji» y especialmente la organización kibutziana religiosa, tendieron durante cierto tiempo hacia el sionismo preconizado por el movimiento obrero, que por ese entonces seguramente representaba el judaísmo C, vale decir, un judaísmo que no basaba su existencia en valores religiosos. Frente a ellos, círculos de «Mizraji», pese a su apoyo al sionismo, se sintieron coercionados por el movimiento sionista y dominados por la frustración.
Esa es una reacción tan conocida que difícilmente pueda equivocarse uno al predecir las posiciones que asumirán las personas que se sujetan a esa pauta de conducta. Su crítica del presente es similar en esos casos entre los judíos, los católicos y los protestantes. Ellos conocen el remedio para los males de la sociedad. Pero en las soluciones por ellos propuestas nada hay de nuevo. Todas sus soluciones están tomadas del pasado como si en el pasado se hubieran resuelto todos los males del hombre y de la sociedad. La liquidación del permisionismo, la abolición del pluralismo cultural, el refuerzo del autoritarismo, la aspiración a una conducción centralizada y otras recomendaciones por el estilo son, para ellos, las soluciones que habrán de curar los males de la sociedad. Claro está que esos remedios son ofrecidos en el campo social, y por políticos en el idioma que la gente comprende: entre los judíos se habla en nombre del pasado judío y, en otros pueblos, en el estilo que a ellos les gusta. Pero no se trata sino de distintos ropajes que ocultan un mismo contenido, común a todas las lenguas y a todas las religiones.