Eliahu Toker
Será por la visión particular que me da mi condición de poeta, es decir la de alguien que se maneja con sensaciones, intuiciones y afectos, con palabras, imágenes y símbolos antes que con elucubraciones intelectuales; será porque presiento que aquellos afectos, palabras y símbolos provienen de -y echan raíces en- zonas muchísimo más profundas y permanentes del hombre, lo cierto es que cada vez considero más importante la ligazón afectiva y la vivencia personal para la comprensión y el compromiso con una idea. Y esto que digo en general, por supuesto que vale en lo que hace a la asunción y transmisión de nuestra condición judía. Pienso que la hemos esterilizado reduciéndola a una dimensión ideológica, racional y despojándola de su dimensión emotiva, creadora, simbólica, lúdica, propia de un judaísmo sentido, vital, festivo, ubicado más allá de las definiciones.
Creo que es por eso que si hay algo que el judío laico le envidia al religioso o practicante, y con razón, es ese riquísimo caudal de símbolos y festividades que pautan la vida y el calendario tradicional judío, cada uno con su carga emotiva, su poética y su folklore peculiares.
Yo soy de los que piensan que el judío laico tiene el derecho de beber en todas las fuentes de la multimilenaria creación de nuestro pueblo. Sólo puede explicarse por la ignorancia o la estupidez despreciar el Tanaj o el Talmud, el Zóhar o la literatura mística, lo creado en arameo, hebreo, ídish o judezmo, o desestimar aquella cultura judía que vió la luz en francés, inglés, castellano, etc. Del mismo modo no existe ninguna razón para menospreciar el significado afectivo de un Pésaj, de un Shavuot, de un Rosh Hashaná o de cualquiera otra de las festividades que integran el año judío incluido en la larga memoria de nuestras raíces.
Lo que no tiene sentido para nosotros es el repetir frases hechas en las que no creemos, de las que se ha evaporado – para nosotros- todo el encanto evocativo que tenían para nuestros abuelos. Desde ya que la problemática no es nueva. Ya en 1935 aquella famosa «Hagadá kibutziana» propuso una reelaboración del texto tradicional para ajustarlo a una realidad renovada, a una sociedad movida por pautas originales y necesitada de expresar mediante una nueva poética la epoyeya que estaba viviendo.
Pero ésto fué hecho para una parte de la sociedad israelí, es decir para un grupo humano instalado en el paisaje, el clima y la geografía que contribuyen a volver lógico y coherente un aspecto importante de las festividades: el que hace al contacto con un mismo suelo histórico, con un mismo almanaque agrícola.
El caso de una comunidad judía diaspórica y laica es bastante más complejo, en especial en un medio como el argentino. La comunidad judía norteamericana tiene a su alrededor una fuerte tradición de pluralismo y de «pertenencia a». No por casualidad es aquí donde nació y se desarrolló una experiencia tan singular como ésta de la que da cuenta la literatura elaborada en la casa que alberga este encuentro.
Tal vez otras sociedades alienten o permitan fenómenos similares, pero en el caso argentino, con una sociedad altamente laica y sofisticada pero no pluralista y sí marcada por una fuerte preponderancia católica, las necesidades resultan propias y muy diferentes. Así y todo, el momento actual resulta particularmente propicio para encarar tareas nuevas en este sentido. Con el desarrollo de una democracia que, por primera vez en muchas décadas tiene visos de haber llegado para quedarse, casi podríamos decir que el ser judío no sólo está legitimado sino que casi está de moda. Pero el que existe es un judaismo burocrático, vacío, ritual, falto de una dimensión emotiva contactada con las vivencias y necesidades actuales.
Volvemos entonces a los interrogantes del comienzo acerca de la posibilidad, o no, para el judío laico de la diáspora, de mitigar su alienación y desarraigo recreando las festividades y tradiciones judías. Desde ya que no se trata de un desafío sencillo. En su conocido ensayo sobre este tema dice Jaim Greenberg que no pueden existir festividades laicas.
«Cada festividad ‘laica’ o ‘laicizada’ -dice Grimberg- es un sustituto, de algún modo una mistificación, una imitación de algo que es genuino y original. Racionalistas no pueden poseer ‘festividades’ tal como tampoco pueden crear arte auténtico. Festividad es mito, regocijante juego, pero juego en el cual se cree que es hecho verdadero, aproximación a la realidad, a la fuente originaria, a la raíz. No resulta fácil medir el ‘talento’ que una tribu primitiva debía poseer en sí para crear una festividad, un día mágico. Para poseer un día festivo debe el hombre ser ‘hechicero’, exorcizar de sí mismo su alter-ego, su otro yo no racional.
«¿Puede eso fabricarse, planearse? No nos servirá ninguna ciencia. Para recuperar las festividades, las ‘celebraciones’, debe encenderse un nuevo fuego en nosotros, -continúa Jaim Grimberg- debe despenársenos la semiatrofiada potencia artística, la aptitud de creación mística, el talento de simbolizar, visión, fe. Lo mismo da que sea fe antigua, nueva o renovada; siempre será poder que se encuentra subyacente en todas las festividades que existieron hasta hoy día, en toda festividad.»
Hasta aquí Greenberg dejando planteado el problema en toda su envergadura. Plantearse, diseñar una festividad laica es lo mismo que proponerse un objetivo como «crear folklore», es decir crear en un laboratorio algo que por su esencia misma es de nacimiento espontáneo, no normativo, una creación comunitaria que se transmite oralmente de generación en generación…
Estoy de acuerdo, por ende, con Jaim Greenberg en que con los instrumentos de la razón resulta absurdo intentar gestar algo que, por su misma esencia, es mágico, poético, misterioso, simbólico, algo destinado a entablar un diálogo con el afecto y con la emoción. En este sentido puedo dar testimonio de una experiencia de la que participé y de la que fui el primer sorprendido.
Hace unos diez años escribí un poema que titulé «Saga judía» y que imaginaba un diálogo con mi hijo, diálogo movido por preguntas mías, suyas, a la manera de las cuatro preguntas tradicionales del séder de Pésaj. Era un poema escrito para mí y para él, para responderle y responderme ese interrogante primero, qué significa ser judío, y algunos más.
Se trataba de un poema particularmente personal, familiar, que sólo publiqué una vez, en un semanario de la comunidad judía, sin incluirlo en ninguno de mis libros. Pero a partir de esa única publicación, para mi gran asombro, el poema comenzó a circular y a multiplicarse de una manera extrañísima. Se reprodujo en hagadot de Pésaj y revistas de diferentes tendencias ideológicas; se leyó y dramatizó en clubes y escuelas de Argentina y de otros países, en fin, cobró vida propia.
¿Por qué? No lo sé a ciencia cierta, pero creo que se trata de un poema cuyo mérito principal consiste en que plantea, en un sencillo idioma poético, mis contradicciones y ambigüedades, mis dudas y certidumbres, que son las de tenía una gran franja de la comunidad judía, que sintió ese texto como propio.
Es que existe en nuestra generación judía laica una verdadera necesidad de respuestas creativas, propias, festivas, no autoritarias; respuestas que legitimen el derecho a la duda, el derecho a hacerse cargo de la herencia cuestionándola en parte, para entregarla luego a hijos y nietos esencialmente igual pero distinta, enriquecida; que legitime el derecho de entregar esa herencia como un bien y no como una hipoteca; como un legado y no como un mandato; como una fuente no de culpa sino de vida, de experiencia, de alegría.
Desde ya que esta tarea creativa está todavía por hacerse. Y no es un trabajo al que pueda ponerse plazo ni que pueda ser realizado por una sola persona. Es un trabajo hecho de aproximaciones sucesivas, trabajo de equipo, comunitario; trabajo del que tienen que participar, entre otros, antropólogos, educadores, folkloristas, psicoanalistas, psicólogos sociales, historiadores, pero también poetas.
Lo que pretendo, precisamente, con mi intervención es reivindicar la importancia de la palabra poética para la construcción del símbolo, para la provocación emotiva, para el descubrimiento de las verdades profundamente presentidas por cada uno; estoy hablando del poder evocador y transformador de la palabra y me estoy refiriendo a la necesidad que tiene una comunidad laica de magia, de símbolos, de verbo poético para recuperar del pasado aquello que conserva todavía calor, peso, densidad, significado, y para dar palabras a aquello nuevo que recién está gestándose en el espíritu de la gente sin que puedan reconocerlo hasta que venga a pronunciarlo el verbo, el verbo poético.