Rabino Mani Gal

25:1 Habló el Eterno y dijo a Moshé: (2) «Diles a los hijos de Israel que me traigan ofrendas donadas por todo hombre, que las dé de corazón. (3) Tomaréis de ellos como ofrendas de oro, plata y cobre; (4) lana teñida de color celeste, púrpura y carmesí; (5) cueros de carnero teñidos de rojo; cueros de tejón y maderas de acacia; … (8) Me harán un santuario y moraré en medio de ellos.

La parashá, que trata sobre la construcción del Templo, toma su nombre de la palabra trumá, «donación», que figura en su primer versículo. Recorro en mi imaginación los contextos primarios con que asocio esa palabra. En el jardín de infantes nos hacían traer los viernes una donación para el Keren Kayémet. Nuestros padres nos daban una moneda –quizás un céntimo, ¿quién puede recordarlo? –, y en el jardín, como parte de la ceremonia de Kabalat Shabat –la recepción festiva del Sábado–, la donábamos, es decir, deslizábamos dentro de la alcancía celeste y blanca del Keren Kayémet nuestro aporte a la construcción del país. Así se aprende en la práctica a realizar un precepto. En verdad, también los niños pequeños pueden aprender a disfrutar del acto de dar. Una niña de tres años, hija de una amiga, nos proporcionó una alegría a nosotros y también a sí misma al entregarnos, en una visita a su familia, regalos confeccionados por sus propias manos. Lo que damos, como dice mi amigo el rabino Dubi Avigur, eleva nuestro espíritu.
El mundo en que vivimos se maneja con frecuencia por canales muy diferentes. La tendencia materialista se adueña de nuestros sentimientos y nos orienta hacia actos de venta y compra, acumulación y ahorro. Adquirimos objetos con la esperanza de que nos proporcionen felicidad y comodidad. Ahorramos y nos aseguramos para un futuro momento de necesidad. El goce que nos brinda un objeto comprado es, casi siempre, de muy corta duración, y pronto percibimos que nos falta alguna otra cosa sin la cual nos parece que la vida no es vida… y pese a todos los cinturones de seguridad material con que nos sujetamos, todavía sigue vigente el dicho «quien tiene muchos bienes, tiene muchas preocupaciones» (Mishná, Pirké Avot – Tratado de los Principios, cap. 2, mishná 7).
El canal de la donación siempre está abierto ante nosotros, aun si nuestros bienes no son muchos. La lengua hebrea es rica en palabras e imágenes que describen ese canal. El acto de dar está ligado al elevamiento espiritual, y quien abunda en donaciones –materiales, pero también espirituales y afectivas– posee virtudes elevadas. Bajo el título de «contribución a la sociedad» se halla un mundo entero de buenas acciones, que la sociedad receptora valora en mucho. La contribución a un necesitado se llama limosna, y quien da con largueza es llamado filántropo. Existen «filántropos de renombre», personas de fortuna que mantienen con su dinero proyectos sociales y culturales; pero la generosidad no es una cualidad que sólo puede materializar el rico. Lo importante es la acción de dar, la donación. Tienes algo, y lo compartes con otra persona, o se lo das a otra persona. De aquí proviene la costumbre de los regalos, que nos alegran no solo por su valor material, sino también porque encarnan la atención, el afecto y la buena voluntad de quien nos hace ese regalo. Recordemos también el precepto de la donación anónima, en la cual se cumple en forma plena la condición según la cual quien recibe algo de ti no te debe nada a cambio.
¿Qué nos hace felices cuando damos sin esperar nada a cambio? ¿La noción de que tenemos la suerte de poseer más que el prójimo? ¿La sensación de proximidad con el otro, que se fortalece cuando le causamos una alegría? ¿La sensación de seguridad que se acrecienta cuando sentimos que, aun despues de haber entregado algo nuestro, no nos falta nada? Hay una alusión a ello en el versículo 25: 8, «Y harán un santuario para mí, y habitaré en medio de ellos». Hay en el acto de dar algo sagrado, que permanece dentro de nosotros después de que entregamos al prójimo algo que era nuestro.

 

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